A partir del s. I d. C. se inició un proceso de redactado que en el s. IV d. C. culminó con un conjunto de textos canónicos, esto es, el Nuevo Testamento (ἡ νέα διαθήκη). Sólo una parte pequeña de tales textos —la mayoría de las epístolas de Pablo— se consideran de autor conocido. De Jesús de Nazaret, tal como explica Marzoa, no sabemos nada relevante, excepto aquello que se dice en los referidos textos canónicos. Desde el punto de vista historiográfico no se puede considerar a Jesús el “autor”, sino el “contenido” del cristianismo.
El fenómeno helenístico tuvo como destino final la “religión” —el concepto “religión”, asevera Marzoa, pertenece al helenismo— y tal destino remitía a un consistente situado “más allá”. Siendo el consistente único, todo lo demás eran cosas inconsistentes, estando el hombre vinculado a lo inconsistente. En este ámbito religioso helenístico se concibió una “salvación” dada por algo “sobrenatural”. Era esta “salvación” una “gracia” —es decir, no era algo merecido— dada por un transensible consistente —o sea, Dios— que irrumpía para otorgar la mencionada “gracia” en lo sensible inconsistente. Todo esto era, en efecto, “absurdo”, o sea, no podía ser comprendido y ya se encontraba, asevera Marzoa, “en la asunción helenística de diversos cultos.”
El cristianismo tomó esta construcción “absurda” y la asumió en su doctrina, de tal modo que ahora esta “nueva” religión narraba el aparecer de lo consistente en presencia de lo inconsistente, mortal y sensible (=”el λόγος se ha hecho carne”). La “verdad” la identificó con Cristo y ésta era ahora accesible sólo desde la fe. Y esta fe debía “creer” en cosas incomprensibles —absurdas—, a saber, el pecado de Adán era el pecado de todos los hombres, Dios había creado el mundo porque quiso a partir de la nada, etcétera. El cristianismo tenía ahora que afrontar su “absurdo” y, por ello, inició su periplo filosófico.
Cf. Marzoa, F., Hist. Fil. I, Ediciones Akal, 2013, pp. 233-235.