El inicio del periplo filosófico del cristianismo

A partir del s. I d. C. se inició un proceso de redactado que en el s. IV d. C. culminó con un conjunto de textos canónicos, esto es, el Nuevo Testamento (ἡ νέα διαθήκη). Sólo una parte pequeña de tales textos —la mayoría de las epístolas de Pablo— se consideran de autor conocido. De Jesús de Nazaret, tal como explica Marzoa, no sabemos nada relevante, excepto aquello que se dice en los referidos textos canónicos. Desde el punto de vista historiográfico no se puede considerar a Jesús el “autor”, sino el “contenido” del cristianismo.

El fenómeno helenístico tuvo como destino final la “religión” —el concepto “religión”, asevera Marzoa, pertenece al helenismo— y tal destino remitía a un consistente situado “más allá”. Siendo el consistente único, todo lo demás eran cosas inconsistentes, estando el hombre vinculado a lo inconsistente. En este ámbito religioso helenístico se concibió una “salvación” dada por algo “sobrenatural”. Era esta “salvación” una “gracia” —es decir, no era algo merecido— dada por un transensible consistente —o sea, Dios— que irrumpía para otorgar la mencionada “gracia” en lo sensible inconsistente. Todo esto era, en efecto, “absurdo”, o sea, no podía ser comprendido y ya se encontraba, asevera Marzoa, “en la asunción helenística de diversos cultos.”

El cristianismo tomó esta construcción “absurda” y la asumió en su doctrina, de tal modo que ahora esta “nueva” religión narraba el aparecer de lo consistente en presencia de lo inconsistente, mortal y sensible (=”el λόγος se ha hecho carne”). La “verdad” la identificó con Cristo y ésta era ahora accesible sólo desde la fe. Y esta fe debía “creer” en cosas incomprensibles —absurdas—, a saber, el pecado de Adán era el pecado de todos los hombres, Dios había creado el mundo porque quiso a partir de la nada, etcétera. El cristianismo tenía ahora que afrontar su “absurdo” y, por ello, inició su periplo filosófico.

Cf. Marzoa, F., Hist. Fil. I, Ediciones Akal, 2013, pp. 233-235.

Las siete artes liberales

La Edad Media en occidente estuvo atravesada por largos siglos en que sólo conocía la filosofía griega por medio de fuentes indirectas. Sin embargo, heredó el programa de educación conocido como artes liberales. El origen de este nombre se corresponde a la idea romana de la instrucción, a saber…

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Elefantina: cascotes de cerámica

Los manuscritos originales de Elementos no han “sobrevivido” salvo unos siete papiros. Los primeros siglos tras su redacción, Elementos se copió por todo el mundo de cultura helénica. Otra vía por la que ha llegado a nosotros ciertos fragmentos de Elementos ha sido la de los óstracos –cascotes de cerámica– de la isla de Elefantina (en el río Nilo). Estos óstracos del s. III a.C.1 son seis y sus anotaciones hacen referencia a las complejas proposiciones finales de Elementos. Los textos de estos cascotes de cerámica son diferentes a los textos que encontramos en publicaciones posteriores de Elementos . Este hecho refuerza la idea –asevera Benjamin Wardhaugh– de que Elementos servía como guía práctica, esto es, el estudiante se ejercitaba siguiendo (y anotando en los óstracos) los pasos marcados por tal guía. Pero el aprendizaje de la geometría griega no era sólo un acto “privado”, sino también un acto “público”:

[…] la geometría griega era, sobre todo, una representación en la que se trazaba un diagrama y se hablaba de él, a uno mismo o ante una audiencia.2

1Recuérdese que Elementos fue publicado en torno al año 300 a.c..

2Wardhaugh, B., Las infinitas vidas de Euclides, Shackleton, 2020, p. 36.

Conocer lo semejante

Había un principio en aquella antigua Grecia, una suerte de regla humana que decía: lo semejante conoce a lo semejante. ¿Y qué hay más semejante que uno mismo respecto a sí mismo? Mas es sabido que para conocerse hay que buscarse, investigarse. Tal investigación de uno mismo partirá siempre de una sospecha que abrirá las puertas a un ἀγών del que nos habló Epícteto. También son semejantes los humanos, quienes se identifican desde una verticalidad cuya sombra es la diferencia. La antropología no quiere comparar pero no deja de comparar, y en tal tarea comparativa ella identifica lo similar y lo diferente, dejando al descubierto una escisión por la que se precipita mortalmente el conocimiento de un nosotros.

Aquel mundo del estructuralismo observó a los humanos y pensó ver en ellos algo similar a lo que ya había visto Heráclito hacía unos dos mil quinientos años, a saber: lo común. Se trataba de la cúspide de lo semejante en el ámbito humano hecho de algo llamado pensamiento. Cicerón tomó las nociones comunes estoicas y las reconvirtió en representaciones innatas que una divinidad puso en cada uno de los seres verticales. El pensador romano plantó una semilla que en la modernidad daría lugar a la teoría racionalista del conocimiento, con la que se desplegarían, entre otras cosas, ciertas categorías a priori.

Con todo, ¿qué sabemos de lo semejante? ¿Qué conocemos de nosotros mismos y de los otros? El ἀγών sigue en plena actividad y la sospecha resulta transversal. Las miradas oblicuas colisionan entre sí y el conocimiento de lo semejante queda suspendido en el aire enrarecido de lo humano. Lorca anotó unos versos que dejan a la vista, por decir así, esa suspensión:

En nuestra almas todo

por misteriosa mano se gobierna.

Incomprensibles, mudas,

nada sabemos de las almas nuestras.

Epícteto y Marco Aurelio: cada cosa ha nacido para morir

La reflexión sobre la muerte la encontramos desde el primer momento en la filosofía. Tenemos en el primer texto que nos ha llegado de aquellos presocráticos, el de Anaximandro, un preguntarse por el sentido de la muerte, la desaparición de los presentes y la justicia que hay en ello. Con Heráclito tenemos en B21 una profunda mirada a la muerte: Muerte es todo lo que estando despiertos vemos; y todo lo que durmiendo sueño1.Platón escribe una suerte de elogio a la muerte en su Fedón, ahí donde Sócrates se felicita por poder ir al Hades, un lugar puro y noble. Tengamos presente que para Platón la filosofía es una preparación para la muerte, lo cual podrían suscribir, por lo que ahora vamos a ver, los estoicos Epícteto y Marco Aurelio. La muerte suele ser considerada por la mayoría como algo terrible y, por eso, surgen grandes deseos de evitarla a toda costa: la voluntad se dirige, entonces, hacia cosas imposibles, tal como apunta Aristóteles en su Ética a Nicómaco, a saber, la inmortalidad. ¿Pero qué piensan los estoicos en general sobre la muerte? Para ellos la muerte deviene como una separación del cuerpo y el alma. Los estoicos no tienen ningún interés una vida después de la muerte. El fundador de la Stoa, Zenón de Citio, nos dice que el alma sobrevive largo tiempo después de separarse del cuerpo, pero al final acaba disolviéndose en el Todo. Por tanto, en el estoicismo no encontramos una vida eterna al modo cristiano.

Epícteto nos dice en su Enquiridión que debemos tener presente ante los ojos a diario aquellas cosas que son consideradas en general terribles y, entre todas, sobre todo la muerte. Marco Aurelio, por su parte, en sus Meditaciones apunta que las cosas humanas son efímeras y sin valor. ¿Por qué dice esto el emperador-filósofo? Porque sigue, por decir así, el consejo de Epícteto, esto es, tiene ante los ojos a diario la muerte y, por tanto, observa que ésta siempre arrasa contodo. Tal vez sea exagerada la expresión sin valor que utiliza Marco Aurelio, una exageración que pretende despertarnos para hacernos ver que no debemos, tal como nos advierte Epícteto, desear nada en exceso, pues todo acaba perdiéndose a causa de la muerte. Dar excesivo valor a las cosas dada nuestra condición mortal es fuente segura de perturbación del alma, por eso estos estoicos nos sugieren que seamos razonables, esto es, que vivamos de acuerdo con la naturaleza –principio de virtud estoica– y que comprendamos que todo lo que se tiene se pierde.

Se trata de comprender la muerte para entender la vida y vivir de acuerdo con la naturaleza. Epícteto señala que comprender la muerte nos permite aligerar el alma de pesadumbres sin fin. La muerte forma parte de todos nosotros como seres mortales y debemos aceptar el Fatum, pues no hacerlo sólo aporta sufrimiento inútil. Marco Aurelio, como buen estoico, dice sí al Destino y afirma que lo que nos acontece nos conviene. La muerte, pues, conviene al ser humano, toda vez que siempre le acontece en su condición de ser mortal.

Pero como se dijo antes, los más opinan que la muerte es terrible y, por ello, sufren y desean cosas imposibles. Epícteto advierte que no, que la muerte no es terrible –y lo dice apoyándose en la actitud de Sócrates frente a la muerte–, que lo terrible es la opinión de que la muerte es terrible. El estoico avisa, por tanto, que la opinión es aquí fuente de turbación, lo cual va en contra de lo que busca el estoicismo: la apatheia. Este opinar que señala la muerte como algo terrible hace que los hombres deseen la inmortalidad y, en justa consecuencia, se conviertan en esclavos de esos deseos imposibles antes referidos con Aristóteles –recordemos que para Epícteto el hombre libre es el que sabe y quiere aquello que depende él–. Y mientras los más desean lo imposible y sufren por ello, Marco Aurelio acepta lo dispuesto por la Providencia escribiendo: … hékaston péphyken hôsper thnêskein (… cada cosa ha nacido para morir).

Volvamos ahora la mirada al fragmento B21 de Heráclito (Muerte es todo lo que estando despiertos vemos; y todo lo que durmiendo sueño) y preguntémonos: ¿Muerte es todo lo que ven Epícteto y Marco Aurelio? Sin dejarnos llevar por el extremismo de la sentencia heraclítea, digamos que en gran medida sí, que ambos son plenamente conscientes de la condiciónmortal del ser humano. Esta consciencia no es sino una aceptación, un sí a la Providencia y, en justa consecuencia, una posibilidad de situarse en ese estado de apatheia que todo estoico trata de alcanzar. La meditatio mortis de ambos estoicos es, en efecto, un estar despierto para ver que todo es muerte y que es inútil tratar de evadirse de ella a través de deseos imposibles que sólo aportan turbación. Añadamos con lo recién expuesto que la meditatio mortis de marras no sólo es una preparación para la muerte, sino también una manera de hacer libre al hombre en un mundo donde impera el determinismo forjado con el Fuego2.

1Θάνατός ἐστιν ὁκόσα ἐγερθέντες ὁρέομεν, ὁκόσα δὲ εὕδοντες ὕπνος. (Moa, F., Desde Éfeso: Heráclito, p. 78).

2«El λόγος-fuego rige todas las cosas y establece el destino de un modo insoslayable e ineludible.» (Moa, F., ¿Qué es eso del pensamiento helenístico?, Apéndice, Ígneo Lógos).

Plotino: Uno->Inteligencia

Plotino, Enn. V, 2, 1:

Siendo [el Uno] perfecto es igualmente sobreabundante, y su misma sobreabundancia le hace producir algo diferente de Él. Lo que Él produce retorna necesariamente hacia Él y se convierte entonces en Inteligencia. Su propia estabilidad con respecto al Uno hace que lo vuelva a ver, y su mirada dirigida al Uno hace que lo convierta en Inteligencia. Esto es, como se detiene para contemplar al Uno, se vuelve a la vez Inteligencia y Ser (Trad. Jesús Igal).

El esquema fundamental de la realidad que traza Plotino con su filosofía está contituida por entidades jerárquicamente escalonadas y procedentes unas de otras –el Uno, la Inteligencia, el Alma del mundo, el mundo sensible–. El Uno es la primera hipóstasis1 y es fuente primera de todo ser. Del Uno, por tanto, se derivan toda la pluralidad de los seres, «por una procesión (πρόοδος) necesaria y eterna.»2 El Uno no es ser, sino generador del ser. Tanto más perfecta sea una causa, más perfectos serán sus efectos, y el Uno es lo más perfecto de cuanto hay, por lo que la Inteligencia que Él produce es verdaderamente muy perfecta, pero no tanto como el Uno mismo. El Uno produce la inteligencia sin que se altere su unidad simplicísima –el uno permanece inmutable en su propia sede–. El Uno es esencialmente idéntico, pero los seres –recuérdese que el Uno no es ser–, como es el caso de la Inteligencia –la Inteligencia, en efecto, es ser–, son compuestos de lo idéntico y de lo diverso. La Inteligencia es unidad y diversidad: «La Inteligencia participa de la Unidad, de la Belleza y de la Verdad del Uno, pero en un plano inferior, porque ya no posee la unidad perfecta, sino que en ella entra mezcla de unidad y multiplicidad, de idéntico y diverso.»3

«El uno genera la Inteligencia porque el Uno es actividad infinita y sobreabundante, o lo que es lo mismo: el Uno genera el Nôus por la voluntad intrínsica que es idéntica en su infinita voluntad creadora.»4 Tenemos con la inteligencia el primer grado de descenso del Uno a la multiplicidad. La Inteligencia es una unidad múltiple y su acto cognoscitivo tiene un doble objeto: contemplar al Uno y contemplarse a sí misma. «La inteligencia es feliz en esa contemplación, de la que goza desde toda la eternidad.»5 La Inteligencia se piensa a sí misma, es decir, piensa las Ideas: «[…] la actividad de la Inteligencia se multiplica en infinitas Ideas distintas (τὰ νοητά, las cuales constituyen el κόσμος νοητός, el mundo de los arquetipos inteligibles de todas las cosas).»6 Habíamos dicho que la Inteligencia es unidad y multiplicidad, y esto es así porque ella es una suerte de comunidad de distintas Ideas. La multiplicidad de Ideas no disgrega, por tanto, la unidad de la Inteligencia. Esta conciliación de la unidad con la diversidad es según Plotino un misterio (θαῦμα).

Plotino señala que todas las cosas son una unidad mezclada, y que por ello debe haber un Uno puro. El uno no es ninguna de las cosas (V3, II, 18), esto es, es distinto de todas las cosas (III 8, 9, 48). El Uno es trascendente, es decir, está más allá de todas las cosas –de todos los seres–. El Uno no es ser, es más que ser, más que esencia, más que existencia, más que Dios. Por ello nada se puede predicar del Uno, pues […] está por encima de todas las cosas (III, 89)7. En definitiva, el Uno no se puede definir porque es incomprensible, porque no tiene ser, porque está más allá de todo ser determinado. Para que el ser exista es necesario que el Uno no sea él mismo ser, sino el engendrador del ser. Por ello la Inteligencia, engendrada por el Uno, es ser. El Uno, a causa de estar más allá del ser, sólo se puede conocer por medio del éxtasis.

La Inteligencia es producida por el Uno. Ella, al igual que el Uno, tiene una virtud creadora y, de este modo, engendra el Alma, que es la tercera hipóstasis. Derivada de la Inteligencia, el Alma es de categoría inferior a aquélla. El Alma hace de puente entre el mundo inteligible y el mundo sensible. El Alma no se puede quedar en el mundo inteligible: «El Alma es así principio de organización de los seres vivientes, da a los cuerpos vida y movimiento, a todos los cuerpos, incluido el kosmos (Timeo 40c).»8

1Tenemos la palabra ὑπόστασις que está compuesta de la proposición ὑπό (debajo de) y del sustantivo στάσις (sitio, posición). Podemos pensar en la hipóstasis como aquello que está por debajo de las cosas que están “puestas” en este mundo y, por tanto, aquello que lo fundamenta, siendo la referida hipóstasis, de este modo, la verdadera realidad o el verdadero ser). «La palabra hypostasis proviene del infinitivo hyphistánai, que se utiliza como sinónimo de einai pero en sentido más fuerte: hyphistánai significa ser, pero de un modo verdadero y real; hipóstasis, por tanto, es la verdadera realidad o el verdadero ser.» (Mas, 2009, p. 289).

2Fraile, 2015, p. 723.

3Ibíd., p. 731.

4Mas, 2009, p. 293.

5Fraile, op. cit., p. 731.

6Ibíd., p. 732.

7…τὸ ὑπὲρ πάντα ταῦτα εἶναι.

8Mas, op. cit., p. 293.

Sombras de pasiones inteligibles

«Venera la facultad intelectiva (Τὴν ὑποληπτικὴν δύναμιν σέβε).»1, recomienda Marco Aurelio acaso para sí mismo en la soledad del crepitar de un fuego inteligente nacido en del seno de un rayo. «Ser sabio es la virtud máxima (Σωφρονεῖν ἀρετὴ μεγίστη)»2, reflexiona Heráclito lejos del ruido de todos esos efesios que merecen ser ahorcados. Dos pensadores en un ahora. Ninguna distancia hay entre ellos porque ninguna distancia habita en el mundo inteligible de los menos (οἱ ὀλίγοι). Son éstos los fantasmas del pensamiento, sombras de pasiones inteligibles.

1Cf. Meditaciones, III, 9.

2Cf. B112.

Escéptica serenidad del espíritu

Sexto Empírico Hyp. Pirr. I, 25-30:

Pues bien, desde ahora decimos que el fin del escepticismo es la serenidad de espíritu en las cosas que dependen de la opinión de uno y el control del sufrimiento en las que se padecen por necesidad. En efecto, cuando el escéptico, para adquirir la serenidad de espíritu, comenzó a filosofar sobre lo de enjuiciar las representaciones mentales y lo de captar cuáles son verdaderas y cuáles falsas, se vio envuelto en la oposición de conocimientos de igual validez y, no pudiendo resolverla, suspendió sus juicios y, al suspender sus juicios, le llegó como por azar la serenidad de espíritu en las cosas que dependen de la opinión. Pues quien opina que algo es por naturaleza bueno o malo se turba por todo, y cuando le falta lo que parece que es bueno cree estar atormentado por cosas malas por naturaleza y corre tras lo –según él piensa- bueno y, habiéndolo conseguido, cae en más preocupaciones al estar excitado fuera de toda razón y sin medida y, temiendo el cambio, hace cualquier cosa para no perder lo que a él le parece bueno. Por el contrario, el que no se define sobre lo bueno o malo por naturaleza no evita ni persigue nada con exasperación, por lo cual mantiene la serenidad de espíritu.

La verdad es que al escéptico le ocurrió lo que se cuenta del pintor Apeles. Dicen, en efecto, que –estando pintando un caballo y queriendo imitar en la pintura la baba del caballo- tenía tan poco éxito en ello que desistió del empeño y arrojó contra el cuadro la esponja donde mezclaba los colores del pincel, y que cuando ésta chocó contra él plasmó la forma de la baba del caballo.

También los escépticos, en efecto, esperaban recobrar la serenidad de espíritu a base de enjuiciar la disparidad de los fenómenos y de las consideraciones teóricas; pero no siendo capaces de hacer eso suspendieron sus juicios y, al suspender sus juicios, les acompañó como por azar la serenidad de espíritu, lo mismo que la sombra sigue al cuerpo. (Trad. A. Gallego Cao y T. Muñoz Diego).

El punto de partida del escéptico –a juicio de Sexto Empírico–, es liberarse de la inquietud y para ello buscan un criterio que permita fijar la verdad y la falsedad. Pero este búsqueda resulta un fracaso, mas, sin embargo, logran de un modo azaroso la finalidad última que se habían propuesto: liberarse de la inquietud gracias a una suspensión del juicio, una suspensión que resulta inevitable cuando ha quedado descartado un criterio para decir qué es lo verdadero y qué es lo falso. Obsérvese que, a diferencia de los dogmáticos –estoicos y epicúreos–, los escépticos rechazan la posibilidad de un conocimiento objetivo del mundo. Por tanto, a partir de la suspensión del juicio –epochê– los escépticos alcanzan ese fin ético consistente en la liberación de la inquietud, un fin que coincide con la ataraxia de los epicúreos y la apatheia de los estoicos.

Los seres humanos creen que conociendo la verdad de las cosas, lo que son, lo que es, pueden alcanzar la serenidad del espíritu, pero se equivocan según el escepticismo.

Los escépticos dicen que el fin consiste en la suspensión del juicio, a la que sigue como una sombra la paz del alma. (Diógenes Laercio IX, 61).

Así pues, el escepticismo sienta la base de una teoría moral y esta es la novedad que introduce Pirrón en el pensamiento ético. «El escéptico desea purgar la vida de todo compromiso cognitivo y toda creencia, y con intencionalidad práctica: liberarse de la inquietud.»1 Tenemos aquí la figura de Pirrón, el fundador del escepticismo, una figura insoslayable para quien acude a los escépticos. Pirrón contacta con los gimnosofistas de la India, explica Diógenes Laercio, introduciendo el concepto de inaprehensibilidad y de suspensión del juicio. No existe nada bueno, vergonzoso, justo, injusto, etcétera, e igualmente que nada es en verdad, sino que los hombres se comportan en todo según la ley y la costumbre. La vida de Pirrón es una vida llena de experiencias, y el contacto con formas orientales de sabiduría, «[…] le condujo a una actividad vital escéptica.»2 ¿Cómo ser feliz? Para ser feliz es indispensable la tranquilidad: «Pirrón quiere ser feliz, para lo cual es indispensable vivir tranquilamente, con serenidad, en paz con los demás y consigo mismo; busca un estado de ánimo constante, sin dejarse perturbar por los avatares de la fortuna o por la multiplicidad de opiniones.»3

La suspensión del juicio (epochê) es el medio que tiene el escéptico para alcanzar la serenidad del espíritu. ¿Y cómo lo hace para suspender el juicio? «El escéptico es una dynamis antithetikê, una habilidad o capacidad para encontrar que a cualquier argumento puede oponerse otro de igual peso y fuerza para así adquerir la serenidad del espíritu.»4 Esquemáticamente el proceso que llevaría a cabo el escéptico para alcanzar la ataraxia (serenidad del espíritu) sería:

Investigación → Oposición → Equipolencia → Epochê → Ataraxia.

Se puede decir que quien acude a los escépticos no quiere adquirir nuevas creencias, ni tampoco poner en cuestión las que ya tiene: «Cesa de preocuparse por cuál de ellas es verdadera, tratándolas como impresiones cuyo valor de verdad es indeterminado.»5

1Mas, 2009, p. 236.

2Ibíd., p. 237.

3Ibíd.

4Ibíd., p. 238.

5Ibíd.

Con el átomo y el vacío Epicuro rechaza la teleología

Lucrecio II, 1007-1022

Y no creas que en los átomos eternos puedan residir las cualidades que vemos flotar en la superficie de las cosas, ora naciendo ora desapareciendo de súbito. También en nuestros versos es muy importante cómo cada letra se combina con otras y en qué orden se disponen; pues unas mismas designan el cielo, el mar, las tierras, los ríos, el sol, unas mismas las mieses, árboles, animales; aunque no todas, la gran mayoría son semejantes; mas los vocablos discrepan por su disposición. Así en las cosas mismas, cuando se alteran los concursos, movimientos, orden, posiciones y figuras de los átomos, deben aquéllas también alterarse. (Trad. E. Valentí Fiol).

Interpretación

Observamos que las cosas nacen y perecen. Pero vemos que las cosas nacen de algo y que «existe algo en que las cosas desaparecen.»1 A partir de estas observaciones de las cosas, Epicuro llega a unas conclusiones metafísica: «A) Nada puede provenir de nada. B) Nada puede ser convertido en Nada.»2. Las cosas que vemos son cuerpos que se mueven en el vacío, por lo que «todas las cosas han de ser reducibles a cuerpo y vacío.»3 Ahora bien, hay dos clases de cuerpos, a saber, «los compuestos y las unidades de las cuales se forman los compuestos.»4 La existencia de los cuerpos la atestigua la sensación, pero tales cuerpos son, en concreto, compuestos. Y estando los cuerpos que observamos –cuerpos compuestos– sometidos al nacer y el perecer, el entendimiento infiere que los cuerpos no-compuestos «han de ser limitados respecto al cambio y la destrucción. Epicuro lo expresa así: “Y estos cuerpos ([…] los no-compuestos) son indivisibles e inmutables, ni todas las cosas no han de ser destruidas en el no-ser, sino que han de perdurar a salvo de la disolución de los compuestos […]” (Ep. Hdt. 39-41.»5 Tales cuerpos no-compuestos son eternos y no son otros que los “invisibles” átomos «No vemos los átomos, mas lo que vemos, nacimiento y muerte, crecimiento y decadencia, nos obliga a suponer la existencia de cuerpos que son inmutables y totalmente impenetrables.»6

Todos los objetos que experimentamos son compuestos de átomos y vacío. De hecho, «el todo consiste en átomos y vacío.»7 A juicio de Epicuro, los átomos tienen innumerables formas diferentes –pero no infinitas– para dar cuenta de la variedad de las cosas. Los átomos, además, están sujetos a un movimiento continuo y poseen peso y volumen. «Todas las otras propiedades de que tenemos experiencia se explican por las distribuciones resultantes cuando se combinan una pluralidad de átomos y vacío. Los átomos, en cuanto tales, no son cálidos ni fríos, con color o sonoros […] (Ep. Hdt., 42-4; 68-9).»8 Por tanto, los átomos, al igual que con Demócrito, no tienen caracteres estrictamente cualitativos9.

Tanto Demócrito como después Epicuro convinieron en que los átomos están siempre en movimiento, «mas Demócrito suponía casi seguramente que el curso que toma todo átomo, en relación con otro cualquiera, es por completo debido al azar.»10 Epicuro, en contra de Demócrito, sostuvo que el peso es una propiedad necesaria del átomo y que su movimiento natural es hacia abajo. Escuchemos a Lucrecio:

Deseo también que sepas, a este propósito, que cuando los átomos caen en línea recta a través del vacío en virtud de su propio peso, en un momento indeterminado y en indeterminado lugar se desvían un poco, lo suficiente para poder decir que su movimiento ha variado. Que si no declinaran los principios, caerían todos hacia abajo cual gotas de lluvia, por el abismo del vacío, y no se producirían entre ellos ni choques ni golpes: así la Naturaleza nunca habría creado nada. (Cf. Lucrecio, II, 216-250).

«Los movimientos de un átomo y, por tanto, cualquier consecuencia de su movimiento, no son enteramente predecibles.»11 El desvío de los átomos provoca choques entre ellos posibilitando el nacimiento del cosmos y, en definitiva, de todas las cosas. Cicerón critica este desvío fortuito, puesto que ello comporta la imposibilidad de la existencia de una ciencia que parte del estudio de las causas de los fenómenos. El desvío atómico, además, tiene consecuencias en la teoría de Epicuro acerca de la acción humana –la libertad–, pero de tal cosa ya se ha hablado en otro lugar. La formación de los cuerpos compuestos a partir de los choques provocados por los desvíos de átomos se puede explicar del siguiente modo: «[…] puede suceder, a veces, que átomos en choque, a pesar de su tendencia al rebote, queden entrelazados y formen un compuesto temporal y aparentemente estable. El compuesto así formado es, de hecho, una entidad dinámica, una colección de átomos moviéndose, a la vez, de modo normal hacia abajo y por los efectos de golpes y roturas. Mas a menudo presentará la apariencia de algo estable.»12

Hemos visto la epicúrea distinción fundamental entre cuerpos compuestos y cuerpos no-compuestos (átomos). También hemos comprobado que para Epicuro «[…] todas las propiedades de las cosas, fuera del tamaño, la figura, el peso y el movimiento, son secundarias. Es decir, son propiedades que no pueden ser afirmadas de átomos, sino sólo de aquellos cuerpos compuestos que los átomos pueden formar.»13 Epicuro, con su teoría atómica como fundamento ontológico de las cosas, rechaza la teoría de los cuatro elementos que atraviesa la filosofía griega desde Empédocles hasta el neoplatonismo. Epicuro trataba de proporcionar una explicación de cómo se estructuran las cosas, una explicación que aspiraba a ser coherente con los datos empíricos y «[…] piscológicamente reconfortante, en cuanto que descartaba la necesidad de una causalidad divina y cualquier otra forma de teleología.»14 Pero la renuncia del fundador del Jardín a la teleología a partir de los átomos y el vacío es, tal vez, un intento de explicar mucho con demasiado poco, pues resulta difícil conciliar su teoría atomista –explica Long– con fenómenos tales como la reproducción biológica15.

1Long, 1974, p. 40.

2Ibíd.

3Ibíd., p. 41.

4Ibíd.

5Ibíd.

6Ibíd.

7Epicuro, Carta a Heródoto, 39-40.

8Long, op. cit., p. 41.

9Epicuro hará una excepción con los átomos que constituyen el alma para justificar que los placeres del alma son superiores a los del cuerpo.

10Long, op. cit., p. 44.

11Ibíd., p. 46.

12Ibíd.

13Ibíd., p. 47.

14Ibíd., p. 48.

15Ibíd., p. 49

Escepticismo extremo y escepticismo moderado

En el mundo helenístico el dogmatismo está representado sobre todo por el estoicismo. Y el estoicismo es “acompañado” por el escepticismo como si fuera su sombra. El dogmático afirma la posibilidad de un conocimiento racional definitivo de la realidad en tanto que el escéptico lo pone en cuestión. Tal cuestionamiento tiene una motivación concreta: «El escéptico desea purgar la vida de todo compromiso cognitivo y toda creencia, y con la intencionalidad práctica: liberarse de la inquietud.»1 Para hacer efectiva esta purga, el escéptico, se abstiene a juzgar, esto es, lleva a cabo la supresión del juicio (epochê)…

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