Un Imperio dirigido por un “demente”

Calígula —Cayo Julio César Germánico— accedió al poder Imperial (37-41 d.C.) con veinticinco años. El Senado le otorgó todos los poderes y Calígula prometió gobernar en armonía con los senadores. Este miembro de la dinastía Julio-Claudia inició su reinado haciendo amplias donaciones a plebeyos y pretorianos aprovechando el Tesoro acumulado por Tiberio.

[…] toda la fortuna de Tiberio César, valorada en dos mil setecientos millones de sestercios.1

Arrancaba “bien” su reinado, pero pronto se “estropeó”: en septiembre del 37 d.C. una enfermedad cambiaba radicalmente su carácter. Ahora, bajo los efectos de una enfermedad mental referida, entre otros, por Suetonio, declaraba que gobernaría contra el Senado, para el pueblo y los “equites”. Dilapidó inmensas riquezas en desorbitadas liberalidades, lo que colocó al Tesoro en serias dificultades.

Con relación a los reinos clientes, su política fue caprichosa.2

Después de cuatro años de demencial gobierno, el reinado de Calígula llegaba a su fin.

Su despótico régimen y sus locas pretensiones de divinidad (“Néos Hélios”) llegaron a su fin en el 41 e.c. por una revuelta de la guarda pretoriana.3

1Suetonio, La vida de los doce Césares, Calígula, XXXVI.

2Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, p. 373.

3Ibíd..

La coronación de Carlomagno: el inicio de una anomalía

Lentamente la Galia se fue reunificando a partir del siglo VII hasta que en el año 800 Carlomagno fue coronado emperador de Roma. Antes de esta coronación imperial, a lo largo del siglo VIII se había hecho retroceder a los musulmanes hacia el otro lado del Pirineo y había sido destronado el último monarca merovingio. En el último cuarto del siglo VIII, Carlomagno había logrado, con la complicidad del Pontificado, absorber al reino lombardo. Además, entre otros logros, había incorporado para el mundo carolingio Sajonia y Barcelona. La realidad territorial de este mundo carolingio tenía la apariencia de una gran fortaleza sitiada y circundada por marcas fronterizas. En la figura se puede observar el momento de máxima expansión territorial del Imperio carolingio en torno al año 804:

En el año 800 Carlomagno fue coronado emperador de Roma y con ello se produjo una anomalía, pues ahora había dos emperadores en la cristiandad, a saber, Carlomagno por un lado y el emperador bizantino por el otro. Esta anomalía fue aceptada por las dos partes y afectaría la realidad política de Europa hasta el fin de la Edad Media.

El inicio del periplo filosófico del cristianismo

A partir del s. I d. C. se inició un proceso de redactado que en el s. IV d. C. culminó con un conjunto de textos canónicos, esto es, el Nuevo Testamento (ἡ νέα διαθήκη). Sólo una parte pequeña de tales textos —la mayoría de las epístolas de Pablo— se consideran de autor conocido. De Jesús de Nazaret, tal como explica Marzoa, no sabemos nada relevante, excepto aquello que se dice en los referidos textos canónicos. Desde el punto de vista historiográfico no se puede considerar a Jesús el “autor”, sino el “contenido” del cristianismo.

El fenómeno helenístico tuvo como destino final la “religión” —el concepto “religión”, asevera Marzoa, pertenece al helenismo— y tal destino remitía a un consistente situado “más allá”. Siendo el consistente único, todo lo demás eran cosas inconsistentes, estando el hombre vinculado a lo inconsistente. En este ámbito religioso helenístico se concibió una “salvación” dada por algo “sobrenatural”. Era esta “salvación” una “gracia” —es decir, no era algo merecido— dada por un transensible consistente —o sea, Dios— que irrumpía para otorgar la mencionada “gracia” en lo sensible inconsistente. Todo esto era, en efecto, “absurdo”, o sea, no podía ser comprendido y ya se encontraba, asevera Marzoa, “en la asunción helenística de diversos cultos.”

El cristianismo tomó esta construcción “absurda” y la asumió en su doctrina, de tal modo que ahora esta “nueva” religión narraba el aparecer de lo consistente en presencia de lo inconsistente, mortal y sensible (=”el λόγος se ha hecho carne”). La “verdad” la identificó con Cristo y ésta era ahora accesible sólo desde la fe. Y esta fe debía “creer” en cosas incomprensibles —absurdas—, a saber, el pecado de Adán era el pecado de todos los hombres, Dios había creado el mundo porque quiso a partir de la nada, etcétera. El cristianismo tenía ahora que afrontar su “absurdo” y, por ello, inició su periplo filosófico.

Cf. Marzoa, F., Hist. Fil. I, Ediciones Akal, 2013, pp. 233-235.

La Fortuna favorece a los monstruos

Dicen que Calígula solía repetir estas macabras palabras: “Oderint, dum metuant” (¡Que me odien, con tal de que me teman!). Sólo un monstruo puede tener tanta afición a semejantes palabras. ¿Fue Botitas realmente un monstruo? Dejemos que los historiadores discutan sobre ello y, mientras tanto, sigamos con este relato asumiendo como hipótesis que sí, que Calígula fue un monstruo.

Los monstruos suelen ser objeto de odio por parte del pueblo. ¿Y Tiberio fue un monstruo? Me remito a lo ya dicho en el caso de Calígula y postulemos como hipótesis que sí, que Tiberio también fue un monstruo. ¿Qué hizo el pueblo de Roma cuando se enteró de que el emperador había muerto? Salir a la calle y gritar: “Tiberum in Tiberim” (¡Tiberio al Tíber!). ¡Ay, la rueda del odio y el temor es una basura que siempre acaba arrojada al río! “Nihil novum sub sole” (Nada nuevo bajo el sol).

¿Cómo sobrevivir a los monstruos? Miremos a Claudio. ¿Por qué su sobrino no lo mató? Porque era un bufón muy gracioso. ¿Es lo mismo un tonto que un bufón? No. Y me explico: un bufón con gracia será cualquier cosa menos un tonto.

Estos personajes históricos recién mencionados pertenecen a un “mundillo” Imperial que tiene mucho de tragedia griega. ¿Por qué será? ¿Acaso por aquello que decía Horacio? Recordemos sus palabras: “Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio” (La Grecia conquistada a la fiera vencedora conquistó, y las artes introdujo en el inculto Lacio).

Viendo el desarrollo de los acontecimientos en la referida tragedia, a lo mejor sería buena idea cambiar el “Audaces Fortuna iuvat” (La Fortuna favorece a los valientes) por un “Monstra Fortuna iuvat” (La Fortuna favorece a los monstruos). Se me objetará que tal cambio no refleja la realidad, pues sólo hace falta ver cómo acabaron los referidos monstruos “históricos”. Pero vamos a ver, ¿cómo suelen acabar los valientes “históricos”?

Triunfo de la Regla benedictina

El monaquismo, en cuanto a fenómeno común a muchas religiones, se caracteriza por el deseo de perfeccionamiento y por conformar una comunidad organizada como “secta” que es guiada por su fundador.

El monaquismo es uno de los fenómenos más interesantes del cristianismo. Los principales tipos de monacatos que se desarrollaron en el contexto de la fe cristiana son los siguientes:

El monacato eremítico y cenobítico1

Tiene su origen en oriente y destacan sus principios de castidad, obediencia, pobreza, meditación y trabajo.

El monacato no benedictino en occidente

La mayor parte de los Padres de la Iglesia latina tuvieron conexiones con este monacato. Sobresalió el monacato irlandés, que era una suerte de síntesis de eremitismo y cenobitismo. Destacaba su fervor misionero.

Para neutralizar la influencia del clero céltico, los Papas hicieron entrar en juego el monacato benedictino.2

El monacato benedictino

Se constituyó entre los siglos V y VI. Su fundador, San Benito (480-549), estableció su famosa “Regla”, esto es, un conjunto de preceptos que debían cumplir los monjes que vivían bajo la autoridad del abad3.

La antigua Regla benedictina “ora et labora” nos muestra un buen modo de manejar el tiempo. […] “Ora et labora” se hacen uno: la oración es trabajo y el trabajo es oración.4

La “Regla” de San Benito tenía un carácter moderado en comparación con el rigor del monacato céltico. La autoridad la ejercía el abad, quien era elegido por los monjes que le debían obediencia. Se trataba de organizar una vida sencilla de acuerdo con una división de la jornada con la que se establecían los tiempos para el oficio divino, la lectura y el trabajo manual.

La universalización del benedictismo

Esta universalización se desplegó en los siglos VI y VII. Su figura central fue San Gregorio Magno. Llevó a cabo una evangelización de la Inglaterra anglosajona —tuvo que superar las resistencias de los paganos y la competencia del clero celta— y la Galia.

En la Galia de los primeros carolingios, los monjes serán los principales agentes de expansión del cristianismo en la Germania pagana.5

1Eremítico del griego ἐρημία (desierto o soledad). Cenobítico de κοινός (común) y βίος (vida).

2Mitre, E., Introducción a la historia de la E.M. europea, Ediciones Istmo, 2019, p. 68.

3La palabra “abad” procede del siriaco y significa “padre”.

4Assländer, F. y Grün A., Organizar el tiempo desde la espiritualidad, San Pablo, 2012, p. 113.

5Mitre, E., op. cit., p. 69.

Razón y fe

La presente publicación sigue las explicaciones dadas por el profesor Antonio Sánchez Fernández en el Canal UNED el 6 de diciembre de 2008. El audio publicado en el referido canal tiene como título: “Fe y razón, dilema de la filosofía medieval”.

Filón (ca. 20 a.C – ca. 45 d.C.) formó parte de la comunidad de judíos que hablaban griego en Alejandría. En contacto con la filosofía griega, esta comunidad alcanzó un alto grado de conocimiento teológico y filosófico. Filón llevó a cabo uno de los primeros intentos históricos de fusionar la filosofía griega y la religión mosaica. Utilizando el método de la alegoría, diferenció el significado literal de los textos sagrados del oculto. Desde el punto de vista del significado oculto, tanto los personajes como los acontecimientos bíblicos debían considerarse, a juicio de Filón, como símbolos y referencias de verdades metafísicas que requerían una disposición especial de ánimo. Este método alegórico de Filón fue adoptado después por la mayor parte de los padres de la Iglesia.

La patrística empezó a desarrollarse en el siglo primero después de Cristo en dos líneas: la griega y la latina. En términos generales, la patrística quiso definir una ortodoxia, esto es, un conjunto de textos canónicos que pudieran servir de base dogmática del cristianismo. Con una sólida ortodoxia, la patrística consideraba que podía, además, defenderse de los ataques del Estado romano y la filosofía pagana. En cuanto a las dos líneas de la patrística, podemos decir que la griega constituía un modo de reflexión dialéctico próximo a la filosofía tradicional griega. La latina, por su parte, situada en el norte de África —San Agustín es su máximo representante—, tenía un carácter más pastoral que pretendía, por decir así, fomentar una vida social y política cristiana en el seno del Imperio.

Tertuliano (ca. 160 – ca. 220) fue un padre de la Iglesia latina. Afirmó que para llegar a Dios basta con un alma sencilla; la filosofía no ayuda en la tarea de la búsqueda de Dios. Para Tertuliano la fe es autosuficiente para alcanzar la salvación. La fe y la razón, además, se contradicen en la medida en que la fe pertenece al ámbito del misterio, lo que la hace absurda e ilógica a la razón.

El hijo de Dios fue crucificado, no me avergüenzo de ello, precisamente porque es vergonzoso. El hijo de Dios murió, es creíble porque es absurdo; El hijo de Dios fue enterrado y resucitó de nuevo, es cierto porque es imposible.1

Tenemos en San Agustín de Hipona (354-430) el máximo exponente de la patrística latina. Agustín se volcó en la búsqueda de la verdad de una manera apasionada. Pasó por el maniqueísmo, pero ahí no encontró lo que buscaba. Finalmente fue en el cristianismo donde halló esa verdad que tanto ansiaba. Su modo de reflexionar y “sentir” la fe cristina lo llevó a crear una nueva forma literaria en la que el alma, desde la plena conciencia individual, era capaz de examinarse a sí misma. En cuanto a la relación de la fe y la razón, Agustín rechazó, por decir así, aquella corriente abierta por Tertuliano en la que se negaba la razón como vía para entender o explicar la fe. El de Hipona propuso que la fe y la razón se beneficiaban mutuamente. Agustín anticipó el “creo para entender y entiendo para creer” y, de este modo, abrió una senda por la que transitaría la teología cristiana en los siglos posteriores.

Con Anselmo de Canterbury (1033-1109) se inicia el programa de investigación de la escolástica, consistente en un sistema teórico que, gracias a la argumentación racional, debe dar cuenta de la doctrina cristiana. En su “Proslogion”, Anselmo escribe:

No intento, Señor, penetrar tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi inteligencia; pero deseo comprender tu verdad, aunque sea imperfectamente, esa verdad que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para llegar a comprender. Creo, en efecto, porque, si no creyere, no llegaría a comprender.2

Esta era la petición que había recibido Anselmo de los monjes: que lo revelado no quede exento de la luz del pensamiento. El objetivo no era otro que fortalecer una fe desde la razón con la que se pudiera argumentar y, al cabo, convencer a aquellos que todavía no eran cristianos.

Pedro Abelardo (10791142) intensificó el objetivo de clarificar la fe desde la razón. La Biblia, a su juicio, sería sin el apoyo de la razón una suerte de espejo puesto ante un ciego. Se trataba, en efecto, de intentar hacer más comprensible el misterio cristiano desde la razón. Con todo, Abelardo reconocía los límites de la razón, pues la comprensión de las verdades cristianas pertenecía al ámbito de la fe.

Juan de Salisbury (ca. 1125-1180), discípulo de Pedro Abelardo, fue uno de los principales representantes de la escuela de Chartres. Abrió una línea de pensamiento que iba a ser, después, marcadamente franciscana: la distinción entre el camino de la fe y el camino de la razón. La fe tiene sus propios objetos y un método adecuado para examinar los textos sagrados. La razón, por su parte, no es capaz de alcanzar lo que la divinidad ilumina por medio de la fe.

En la filosofía musulmana, los intentos de conciliar la filosofía con el islam se iniciaron con Al-Kindi y Al-Farabi y llegó a su máximo desarrollo con Avicena (ca. 980-1037), quien llevó a cabo una síntesis entre aristotelismo y neoplatonismo. Esta síntesis, que reunía unas finalidades tanto políticas como intelectuales, permitió la confección de una suerte de enciclopedia de las ciencias filosóficas que serviría de consulta para los pensadores de la última etapa de la Edad Media.

Averrores (1126-1198), conocido como “El Comentador” de Aristóteles, es seguramente uno de los representantes más destacados de la filosofía hispanomusulmana. Planteó de un modo muy profundo la cuestión escolástica de la relación entre la fe y la razón. La unidad de la verdad es incuestionable, señala este autor, y si hay discrepancias entre los filósofos y los teólogos sobre ella, es debido a las diferencias de interpretación. Filosofía y religión tienen como fin la verdad, por lo que entre ellas no puede haber diferencias de fondo. La interpretación de los textos sagrados requiere la participación de la razón, pues sólo ella puede desvelar la verdad. Las verdades del Corán están hechas de figuras imperfectas dirigidas a mentalidades incapaces de pensar correctamente. En realidad, afirma Averroes, sólo existe un método para alcanzar la verdad: la filosofía. Este posicionamiento filosófico de Averroes resultó, desde luego, demasiado incómodo para las instancias religiosas, y por ello tuvo que vivir parte de su vida en el exilio.

Maimónedes (1135-1204) fue un filósofo hispanojudío que, como Filón, también quiso fusionar la filosofía con la fe mosaica. Intentó llegar a un punto de equilibrio entre los significados literales de los textos sagrados y las verdades racionales por medio de la interpretación alegórica3.

La recepción de Averroes en el pensamiento cristiano trajo consigo un problema: ¿Cómo adecuar la filosofía “pagana” del Aristóteles transmitido por Averroes con la fe cristiana? Los dominicos de la Sorbona, entre ellos Alberto Magno y Tomás de Aquino, trataron de llevar a cabo tal adecuación.

Alberto Magno (1200-1280) miró de mediar en las discusiones de los agustinianos con los aristotélicos. Para ello diferenció la ratio superior y la ratio inferior. San Agustín era el maestro de la ratio superior y Aristóteles el maestro de la ratio inferior. Alberto Magno afirmó la necesidad de desarrollar ambas ratios: la sabiduría se sustenta en la ratio superior que está iluminada por la fe; la ciencia, por su parte, se desarrolla desde la ratio inferior. De este modo, Alberto Magno llevó a cabo un trabajo que, manteniendo una suerte de “convivencia” entre fe y razón, se podía aplicar a la física, la metafísica y la matemática.

Tomás de Aquino (ca. 1225-1274) buscó un modo en que la filosofía aristotélica no entrara en conflicto con la ortodoxia cristiana. Con todo, a pesar de este “cuidado”, la Summa Theologiae del Aquinate fue sometida a la censura. Este pensador dividió el ámbito de la teología en teología revelada y teología racional4. La primera estaba orientada a la revelación de Cristo y la iluminación de los Santos Padres, mientras que la segunda se refería a aquellas verdades acerca de Dios que se podían alcanzar desde la razón. El Aquinate venía a decirnos, en pocas palabras, que la fe y la razón se beneficiaban mutuamente.

La filosofía medieval llegó a su fin con la filosofía franciscana. Los teólogos franciscanos —entre ellos Duns Scoto y Guillermo Ockham— de los siglos XIII y XIV desarrollaron un pensamiento muy diferente al de los dominicos de la Sorbona.

Duns Scoto (1266-1308) trató de separar los ámbitos de la fe y de la razón, atribuyendo a cada uno de ellos unas tareas y unos procedimientos distintos. La filosofía, siguiendo un procedimiento demostrativo, debía ocuparse del ente en cuanto ente y de todo lo que se podía derivar de él. La teología, por su parte, tenía que hacerse cargo de los objetos de fe haciendo uso de la persuasión. La filosofía, de este modo, quedaba circunscrita a la lógica y lo natural, en tanto que la teología quedaba orientada al misterio y lo sobrenatural.

Guillermo Ockham (ca. 1288-1347) consideraba no sólo inservibles, sino también perjudiciales los intentos tomistas de elaborar complejos sistemas metafísicos con los que se buscaba una armonía entre la fe cristiana y la filosofía aristotélica. El mundo racional y el mundo de la fe son demasiado diferentes para poderse acoplar el uno con el otro. En realidad, fe y razón son tan diferentes que no se puede hablar únicamente de una distinción, sino también de una separación. La cuestión planteada por Ockham puede resumirse así: las verdades de la fe están fuera del alcance de la razón —no son demostrables ni probables—; las verdades reveladas, pues, quedan fuera o separadas del alcance racional5.

Podemos considerar la obra de Ockham como la destrucción sistemática de la Escolástica, destrucción hecha por un escolástico, hecha conscientemente y en nombre de la religión cristiana. La Escolástica (considerada como algo importante en la historia del pensamiento, no como mera estructura socio-académica) no fue borrada por la filosofía moderna ni por la ciencia moderna; se eliminó a sí misma antes de eso.6

En definitiva, con la referida separación entre fe y razón desarrollada por la filosofía franciscana en el último período de la Edad Media, se dio por finalizado el intento de racionalizar la fe.

1Tertuliano, De Carne Christi 5, 4. Citado en Soto, P., Filosofía medieval, Universidad pedagógica nacional, p. 232.

2Anselmo de Canterbury, Proslogion, cap. 1.

3Cf. cuestión “IV. Maimónides: tres teorías sobre la creación del mundo”.

4Cf. cuestión “III. Teología y filosofía con Tomás de Aquino”.

5Cf. cuestión “II. El singular de Ockham”.

6Marzoa, F., Hist. Fil. I, Ediciones Akal, 2013, p. 337.

El papado contra el cesaropapismo

Con la decadencia del mundo carolingio el papado obtuvo más libertad. Sin embargo esta libertad fue amenazada por el cesaropapismo practicado por los emperadores del Sacro Imperio. El Papa Gregorio VII lanzó su “Dictatus Papae” para hacer frente al referido cesaropapismo, esto es, a la subordinación de los eclesiásticos al poder del emperador —poder temporal . En el referido “Dictatus”, el pontífice afirmaba que sólo él merecía ser llamado “universal”, que sólo él legislaba la Iglesia, que sólo él nombraba y deponía obispos, que él tenía el poder de deponer al emperador y que tenía la facultad de liberar a los súbditos del juramento de fidelidad a un soberano indigno. El emperador Enrique IV rechazó el “Dictatus” y trató de hacer abdicar sin éxito al pontífice. El emperador fue entonces excomulgado, pero más tarde obtuvo el perdón. Este conflicto entre el poder papal y el poder imperial continuaría más allá de estos protagonitas.

Los sucesores de Gregorio VII lograron consolidar sus posiciones. Urbano II promovía la Primera Cruzada (1095), con lo que el pontificado fortalecía su prestigio. Hubo un momento en que las asperezas entre el poder imperial y el poder papal parecían suavizarse por medio del Concordato de Worms (1222).

[…] a lo que se llegó en Worms fue a una especie de reparto de influencias: Alemania para el emperador; Italia y Borgoña para el Papa.1

las disputas continuaron después del Concordato. Se crearon dos bandos en Alemania, a saber, los partidarios de la supremacía papal y los partidarios del emperador. Estas dos posiciones enfrentadas, la de los papistas encabezada por la familia Welfen y la de los imperialistas abanderada por la familia Weiblingen, se trasladaron respectivamente a Italia con los nombres de güelfos y gibelinos.

Federico Barbarroja (Federico I) continuó durante la segunda mitad del siglo XII la pugna del poder imperial que él representaba con la del poder papal ahora representado por Alejandro II. Tal pugna se tradujo en una guerra en territorio italiano. Las fuerzas papeles fueron las vencedoras y se firmó la paz.

Federico comprendió bien la dura lección. Se imponía la concordia con el pontífice […] y las ciudades italianas.2

Después de la firma de paz entre el Imperio y el Papado, se produjo el desastre de Hattin, esto es, Saladino había aplastado a la caballería franca y había tomado la mayor parte de las fortalezas latinas, entre ellas Jerusalén. Los grandes monarcas de Occidente fueron movilizados para la Tercera Cruzada. Federico Barbarroja, sin embargo, murió ahogado en un riachuelo en Asia Menor antes de poderse enfrentar a Saladino.

1Mitre, E., Introducción a la historia de la E.M. europea, Ediciones Istmo, 2019, p. 186.

2Ibíd., p. 188.

El significado de «naturaleza» en la Edad Media

El término naturaleza (“natura”) proviene del participio futuro de “nascor” (nacer). Por tanto, tal término denota vida y movimiento. Desde esta perspectiva, la palabra naturaleza hace referencia al conjunto de aquellas cosas que han de nacer. Con todo, en el ámbito de la filosofía medieval, el término naturaleza tiene principalmente, según el contexto, dos significados, a saber, aquel que se refiere a la realidad, o sea, a los entes —animales, plantas, astros, etcétera— y aquel que está referido a la naturaleza de una cosa. Este último es el significado más frecuente que se le da al término naturaleza en los textos medievales, es decir, como primer principio inmanente del modo de obrar propio de algo, pudiéndose utilizar como sinónimo de esencia.

Con la llegada de la Patrística se comenzó a pensar el término naturaleza en relación con su creador, vale decir, Dios. Se entendía que la naturaleza era esencialmente buena en la medida en que Dios era su creador. Así lo pensaba San Agustín de Hipona, quien identificaba desde un punto de vista “natura” con “essentia” y “substantia”, en tanto que desde otro punto de vista identificaba “natura” con el conjunto de seres naturales. Escoto de Eriúgena, por su parte, abarcó con el término “natura” tanto la realidad de las cosas del mundo como la realidad divina. De este modo, en su “De divisione naturae”, la naturaleza sintetizaba de una manera absoluta un proceso en que todo partía de Dios y volvía a Él. Dicho en general, la palabra “natura” para indicar toda realidad creadora o creada, visible o invisible, sensible o inteligible, fue la tónica dominante en la Edad Media.1

1Cf. Magnavacca, S., Léxico técnico de filosofía medieval, Miño y Dávila, 2005, pp.462-464.

Del Concilio de Nicea al catolicismo del Imperio romano

El emperador Constantino vio en el cristianismo la oportunidad de cohesionar al Imperio desde un vertiente ideológica. Es por ello que intervino en las disputas teológicas que amenazaban a la Iglesia con una ruptura negativa para sus intereses imperiales. El emperador presidió en calidad de “Pontifex Maximus” el Concilio de Nicea (325). Se trató de un concilio en el que unos trescientos obispos discutieron la doctrina del presbítero alejandrino Arrio. La doctrina arriana comprometía el dogma trinitario, pues negaba la naturaleza divina de “Cristo” argumentando que al ser el Hijo creado, esto significaba que “Cristo” no podía ser “eterno”. El concilio resolvió en contra de la doctrina arriana y definió la fórmula ortodoxa, a saber, el Hijo es consustancial1 al Padre.

La manzana de la discordia era la interpretación de la naturaleza de Cristo como hijo de Dios, cuestión debatida entre los cristianos de la época, porque podía llevar a la conclusión de que se trataba de un simple mortal.2

Después del Concilio de Nicea las discusiones sobre esta cuestión continuarían, pero tales discusiones no fueron óbice para que Teodosio acabara declarando herejes a los antiniceos y estableciera, tomando la resolución del Concilio de Nicea como fundamento, el catolicismo como la religión oficial del Imperio en el año 381.

[…] mediante el el Edicto de Tesalónica (380), Teodosio declaró herejes (“haeretici”) a todos los antiniceanos y estableció la doctrina católica aprobada por el Concilio de Constantinopla del año 381 como ortodoxia.3

1Consustancial: ὁμοούσιος [de la misma naturaleza]).

2Melero, R. L., Breve historia del mundo antiguo, UNED, 2015, p. 447.

3Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, p. 507.

Génesis de la democracia ateniense

Si tratamos de simplificar la génesis de la democracia ateniense que se desarrolló entre los siglos VII y VI a.C., lo podemos hacer a través de cuatro figuras históricas fundamentales: Dracón, Solón, Pisístrato y Clístenes.

Cuando el siglo VII llegaba a su recta final, el arconte Dracón promovió la primera codificación escrita de las leyes. Esto frenó la interpretación arbitraria de las leyes. Sin embargo, las leyes que ahora quedaban escritas favorecían, en esencia, a una aristocracia que dominaba la economía del Ática, la cual era, principalmente, de carácter agrícola. El poder estaba, en efecto, en manos de la aristocracia, y lo ejercía de un modo abusivo que llevaba a muchos campesinos atenienses a ser esclavizados por no poder afrontar sus deudas.

Con lo anterior es fácil comprender que se produjera una crisis social que trató de aplacar a principios del siglo VI a.C. el arconte Solón. Este miembro de los Siete Sabios llevó a cabo unas reformas que se tradujeron en la prohibición de la recién mencionada esclavitud y la implementación de una timocracia que abría las puertas al poder a aquellos que no formaban parte de la aristocracia. Es decir, ahora el acceso al poder no dependía de la cuna, sino de la renta de cada individuo. La referida timocracia se fundamentó en la división de los atenienses en cuatro clases determinadas según la renta de aquéllos. Quienes mayor renta tenían, mayores cuotas de poder y mejores magistraturas estaban a su alcance. Las reformas de Solón marcaron un paso de gigante en dirección a la democracia, pero la democracia quedaba todavía lejos, pues el poder continuaba estando en manos de un pequeño grupo de individuos.

Llegaría después la tiranía de Pisístrato. Debe destacarse, ante todo, que el tirano conservó las reformas de Solón. Por lo demás, ejerció una política populista y una buena gestión económica de la pólis. Por añadidura, patrocinó la escritura de las epopeyas homéricas y el teatro —sobre todo la tragedia.

A finales del siglo VI a.C. había quedado atrás la tiranía y Clístenes era ahora elegido arconte. Este político introdujo innovaciones en el sistema de gobierno de la pólis que marcarían un paso decisivo hacia la democracia. Entre estas innovaciones destacó el procedimiento que se estableció para que los atenienses accedieran al poder. Ahora todos los ciudadanos, sin tener en cuenta la cuna y la renta, tenían “las mismas oportunidades” para acceder al poder: por medio de un sorteo se podía acceder a un nuevo órgano legislativo llamado Boulé. Sin embargo este sistema tenía un “pequeño defecto”: los cargos públicos no eran retribuidos, lo que, a efectos prácticos, restringía el poder a unos pocos. Con todo, a pesar de ciertas limitaciones, las innovaciones que introdujo Clístenes encaminaron definitivamente a Atenas hacia la democracia1.

1Cf. Salinero, 2022, p. 153.

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