El helenismo en Roma

El contacto de Roma con la cultura griega se inició en época etrusca, pero pasarían trescientos años hasta que Roma se “helenizara”. La expansión de Roma en los ss. III-II a.C. profundizó radicalmente el referido contacto —Roma incorporó bajo su dominio los reinos helenísticos y el sur de Italia (Magna Grecia)— y acabó por helenizarse. Roma, en efecto, consquistaba militarmente a Grecia, pero esta última conquistaba culturalmente a aquélla.

Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit in agresti Latio.1

La Grecia conquistada a su fiero vencedor conquistó, y en el inculto Lacio introdujo las artes.

El conservadurismo de Catón el censor no fue capaz de detener la penetración cultural griega. En el año 184 a.C., para mitigar el supuesto peligro que suponía el helenismo para las virtudes tradicionales romanas, Catón quiso imponer en la vida pública los principios de austeridad que guiaban la vida privada. Pero sus esfuerzos resultaron vanos, y figuras tan importantes como Escipión el Africano se abrían a la cultura griega.

La influencia de la cultura griega en la élite romana fue muy fuerte. Los miembros de esta élite eran ahora bilingües, o sea, dominaban tanto el latín como el griego y numerosos esclavos griegos se convertían en pedagogos en las casas nobles romanas. Gracias a este ambiente cultural “prohelénico”, grandes filósofos y oradores se establecían en Roma —v.g. Carneádes el académico, Panecio el estoico, etcétera. Además, la génesis de la literatura latina se fundamentaba en gran medida en la tradición cultural griega, de tal modo que el esclavo griego Livio Andrónico (s III a.C.) dio a conocer al mundo latino el universo homérico. La ‘paideía’ griega impregnaba progresivamente Roma y la cultura latina acabaría transformándose en una suerte de mezcla de tradiciones romanas y de elementos culturales griegos.

1Horacio, Epist. II, 1, 156-157.

Oráculos y cultos mistéricos

Muchos griegos acudían al oráculo1 para recibir una revelación divina acerca del futuro. Tales revelaciones eran oscuras y requerían interpretación. Numerosos lugares en el Mediterráneo tuvieron santuarios consagrados a las divinidades a los que se podía ir para consultar su oráculo. Los motivos principales para que un griego hiciera una consulta al oráculo eran los relativos a la sanación —las enfermedades e infortunios se consideraban castigos de alguna divinidad ofendida— y a las decisiones políticas de una “pólis” —v.g. para declarar o no una guerra—. Después de la democracia, soberanos y autócratas trataron de legitimar su poder con la ayuda de un oráculo —v.g. Alejandro Magno cuando acudió al oráculo de Zeus Amón en Egipto para obtener la confirmación de su pretendido origen divino—. Los oráculos más famosos en Grecia fueron el de Zeus en Dodona (en el Epiro), Olimpia (en el Peloponeso) y los de Apolo en Delos (en las islas Cícladas) y Delfos (en la Fócide)2.

Los ritos públicos en honor a los dioses olímpicos eran competencia del Estado. Como los referidos ritos públicos no alcanzaban la religiosidad interior del individuo, surgió la necesidad de entrar en contacto personal con la divinidad. Y para cubrir tal necesidad aparecieron los cultos mistéricos. Misterio tiene su raíz en el verbo “μύω” (cerrar) y hace referencia al secretismo que envolvían las ceremonias en las que participaban los iniciados. Ayunos, vigilias y pruebas que hoy se desconocen servían para entrar en comunicación con las fuerzas divinas ocultas y el mundo de ultratumba. El objetivo de los cultos mistéricos era el más allá, es decir, superar el ciclo de vida-muerte por medio de la creencia de que un alma purificada podía sobrevivir al cuerpo. Los cultos mistéricos tuvieron gran difusión en el mundo grecorromano, y así lo constatata Cicerón cuando nos dice que Atenas…

[…]no engendró nada mejor que aquellos misterios[los de Eleusis], por medio de los cuales hemos sido cultivados y suavizados, de una vida agreste y feroz, hacia la civilización; y las iniciaciones, como se llaman, así en realidad las hemos conocido como verdaderos principios de vida, y hemos aprendido un método no sólo para vivir con alegría, sino también para morir con mejor esperanza.3

Los cultos mistéricos más célebres fueron los de Eleusis en honor de Deméter y los órficos en honor a Dionisio.

1Del latín “oraculum” y que significa “revelación”.

2En los oráculos de Apolo, el dios se dirige a los hombres a través de una sacerdotisa llamada “Pitia”.

3Cicerón, De las leyes, II, 37.

Heráclito: la responsabilidad del hombre

Enfoquemos ahora la interpretación de Ἦθος ἀνθρώπῳ δαίμων (El carácter es para el hombre su destino) [B.119] siguiendo los pasos “coincidentes” de Kirk-Raven y Guthrie.

La cita […] [B.119] niega la opinión, generalizada en Homero, de que al individuo no se le puede imputar con frecuencia la responsabilidad de sus actos. Δαίμων significa simplemente, en este pasaje, el destino personal de un hombre; está determinado por su propio carácter, sobre el que ejerce cierto control y no por poderes externos y frecuentemente caprichosos, que actúan acaso a través de un “genio” asignado a cada individuo por el azar o el Hado.1

Heráclito, según Kirk-Raven, muestra en B119 una reacción contra el desamparo moral de la mentalidad heroica que atraviesa el “mundo” homérico. El filósofo de Éfeso libera al hombre del determinismo que caracteriza la “tradicional” religión griega, esa que afirma la existencia de una divinidad que “domina” no sólo a los hombres, sino también a los dioses del Olimpo, incluso a Zeus: es una divinidad sin vida, sin leyenda, sin imagen, sin altar, a saber, es el Hado o Destino que mantiene el equilibrio del mundo moral distribuyendo a cada uno su lote de bien y mal2.

Heráclito, por tanto, hace al hombre responsable de su destino, el cual lo labra según su inteligencia y prudencia, esto es, según su relación con el λόγος. Es por esto que Guthrie señala que el δαίμων que expone Heráclito lo aparta de las supersticiones religiosas para llevarlo al terreno de lo ilustrado, racional y ético.

Esto confiere un relieve extraordinario a la responsabilidad humana y realza el contenido ético de la sentencia [o sea, del fragmento B.119]3

1Kirk-Raven, 2014.

2Véase el anexo “Por encima de Zeus”.

3Guthrie, 1984.

Cruzadas: del éxito inicial al fracaso final

Las cruzadas que se desplegaron entre los siglos XI y XIII empezaron bien, pero acabaron muy mal –esto desde el punto de vista cristiano, naturalmente. El papa Urbano II convocó la primera cruzada (1095) con el fin de socorrer al Imperio bizantino y recuperar Jerusalén de las manos musulmanas. Esto se traducía en la posibilidad de unir espiritualmente Roma y Bizancio. Urbano II inauguró en el Concilio de Clermont uno de los rasgos imprescindibles para que una cruzada pueda ser llamada, en sentido estricto, cruzada, a saber, es necesaria la convocatoria del papa.

Las cruzadas eran, dicho en pocas palabras, un movimiento que llevaba a los occidentales hasta la Siria musulmana con el objetivo de recuperar los Santos Lugares. La primera cruzada convocada por Urbano II estaba cuajada de ideales –guerra justa contra los infieles, alcanzar el Jerusalén celestial por la vía del Jerusalén terrestre, etcétera– y obtuvo finalmente una gran respuesta: masas populares y caballeros decidieron participar en una aventura marcadamente espiritual y militar. Godofredo de Bouillón, duque de la Baja Lorena, se convirtió en el dirigente de esta primera cruzada, la cual tuvo un gran éxito, pues se tomó Jerusalén a los musulmanes y se crearon en la zona cuatro estados Cristianos: Reino de Jerusalén, Condado de Edesa, Condado de Trípoli y Principado de Antioquía. Las órdenes militares fueron las encargadas de defender estos territorios cristianos.

Sin embargo, lo que empieza bien no siempre acaba bien, y así, tras la pérdida del Condado de Edesa a manos de de los musulmanes, se convocó la segunda cruzada. A pesar de la intervención del rey francés y el emperador alemán en esta segunda cruzada, el fracaso fue estrepitoso. Saladino había logrado unir a Siria y Egipto y crear, de esta guisa, una gran fuerza militar con la que, habiendo aplastado a los cristianos en la batalla de Hattin, tomó Jerusalén y la mayor parte de las fortalezas cristianas. Después de este desastre cristiano se convocó la tercera cruzada, pero ni la participación de Ricardo Corazón de León –soberano inglés– hizo que esta cruzada se tradujera en una recuperación de Jerusalén. Luego, a lo largo del siglo XIII se iban a suceder nefastas cruzadas, a cada cual peor, que sellarían el fracaso final de este movimiento espiritual-militar cristiano: Constantinopla fue saqueada por los cristianos occidentales, las derrotas militares frente a los musulmanes fue la norma, se llevaron a cabo cruzadas contra “cristianos” –v.g. en Francia contra los cátaros–, etcétera.

Así las cosas, la posibilidad de unir espiritualmente Roma y Bizancio quedaba reducida a nada.

Esencia y existencia

La escolástica planteó y examinó la cuestión de la distinción entre esencia (“essentia”) y existencia (“esse”) en los entes finitos y Dios. Según la escolástica, en los entes finitos se distinguen la esencia y la existencia, en cambio en Dios hay identidad entre esencia y existencia porque su existencia está contenida como carácter necesario en su esencia. La esencia es lo que constituye a un ente tal cual es, o sea, es lo que determina como es. La existencia, por su parte, hace referencia a la afirmación de la realidad de algo…

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De cuando el Imperio romano alcanzó su apogeo

emperador-Adriano | La túnica de Neso

El sistema de principado instaurado por Agusto soportó más de medio siglo de sucesiones imperiales, es decir, la dinastía Julio-Claudia fue capaz de resistir la sucesión de cuatro emperadores (Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón). Tiberio, a pesar de su mente atormentada1, logró la solidez económica del Imperio. Calígula y su demencia dejó el Tesoro bajo mínimos, pero luego el supuesto “tonto” de la familia, Claudio, tuvo un buen gobierno y expandió el Imperio en la Britania. La dinastía Julio-Claudia acabó con el fatal gobierno de Nerón. El Senado lo declaró enemigo público, lo que provocó el suicidio del emperador.

Tras la muerte del último emperador de la dinastía Julio-Claudia, devino el inestable año de los cuatro emperadores. Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano entablaron una guerra civil en la que se estaba en juego la púrpura. Finalmente Vespasiano logró hacerse emperador, inaugurando así la dinastía Flavia. Esta dinastía gobernó durante las últimas décadas del siglo I d.C., iniciándose con Vespasiano y sus sucesores, Tito y Domiciano, un período de paz y prosperidad que llegaría a su máximo apogeo gracias a los “Cinco Emperadores Buenos”, esto es, Nerva y los antoninos Trajano, Adriano, Antonio Pío y Marco Aurelio.

Nerva, que fue elegido como emperador (96-98) por el Senado tras el suicidio de Nerón, llevó a cabo una política prudente que dio estabilidad al Imperio. Fue Nerva quien inauguró la “adopción” como método para dar seguridad a la sucesión imperial. Trajano fue el escogido por aquél como su sucesor.

Con Trajano se inició la dinastía Antonina, la cual llevaría al Imperio a su apogeo a lo largo del siglo II d.C.. Fue una dinastía de excelentes emperadores que logró consolidar el Imperio. Con el gran emperador y filósofo Marco Aurelio se llegó al final de la “excelencia” antonina. Las epidemias y las amenazas de las tribus germanas le hicieron experimentar una vida trágica que tal vez sólo pudo soportar hasta el final de sus días gracias a su fortaleza espiritual fundada en el estoicismo, una fortaleza espiritual que queda atestiguada en sus “Meditaciones”. Sin embargo, a pesar de su sabiduría y su buen gobierno frente a las adversidades, decidió apartarse del sistema de adopción inaugurado por Nerva y hacer de su inestable hijo, Cómodo, el heredero de la púrpura.

Al morir Marco Aurelio, Cómodo como emperador ejerció su poder de un modo lamentable, llevando a Roma a un período de inestabilidad con el que se iniciaba el declive del Imperio. Durante tres largas décadas (161-192 d.C.) Roma no tuvo el gobernante adecuado para afrontar todas las adversidades que ya se habían manifestado bajo el reinado de Marco Aurelio. Después, con los Severos en las primeras décadas del siglo III, el Imperio no volvería a “remontar el vuelo”.

1Su mente atormentada le llevó a excesos de crueldad que el “populus”, por decir así, sufrió en sus propias carnes. Es por ello que sucedió probablemente lo que explica Suetonio en su “Vida de los doce césares” en el capítulo dedicado a Tiberio (LXXV), a saber, que al morir Tiberio el pueblo exclamaba feliz: “Tiberium in Tiberim!” (¡Tiberio al Tíber!)

Iluminación medieval

La Edad Media, un extenso momento humano atravesado por una luz divina que iluminaba todo rincón oscuro del alma. “Deum et animam scire cupio”, decía desde las profundidades volitivas San Agustín. ¿Dónde quedaba el “hombre” en esa voluntad santa? El alma en cuanto forma del hombre, el alma en cuanto lo divino que hay en él. Sin divinidad el hombre no era nada, sólo un pedazo de carne corruptible. Platón, el pagano más cristiano de todos, iluminaba con su sol hecho de Bien un universo de fe con el que nunca soñaron sus Ideas Eternas.

La Edad Media fue un momento mestizo donde los caminos de la fe se mezclaron con las corrientes paganas de la filosofía hecha de mito y razón a partes iguales. ¡Nunca la razón estuvo por encima del mito! ¡Jamás! Y si algún filósofo dijo lo contrario, pensad que los filósofos mienten más que los poetas. Creer para entender, creer para entender, creer para entender… ¡Fe para saber! Fe elevada gracias a la Revelación, a los Textos Sagrados, a los profetas. ¡Iluminación divina neoplatónica haciendo de la noche oscura un día luminoso! ¡Oh amigos, cuánta belleza mística! ¡Despójate de todo y únete místicamente al Uno! ¿Qué sería un simple mortal sin un gramo de Fe? Un mono sin esperanza de Salvación.

La Edad Media merece ser examinada no con las categorías actuales, sino con la razón y el alma, con la perplejidad de la que hablaba el sabio Maimónedes, con la mirada atenta a todas las fuentes, interpretando una y otra vez cada pasaje como si quisiéramos emular al sabio Averroes revisando una vez más un silogismo aristotélico. ¡Qué milagro sería poder tener como maestro a Santo Tomás de Aquino! ¡Qué divino privilegio supondría poder dialogar con un Escoto de Eriúgena! Oh, sí… sueños son estos de alguien que no cree en Dios pero sí en lo divino del ser humano.

El adagio “Philophia ancilla Theologiae” fue un hecho en aquellos tiempos en que los santos filósofos probaban la existencia de Dios, dejando a las claras de quién eran todos los hombres servidores. ¿Pero qué somos nosotros hoy? ¿“Homo servus Dei”? ¿“Homo servus homini”?… Lo cierto es que cada ser humano ha nacido para servir a algo o a alguien. ¿Qué crees?

El principio del fin del poder ateniense

Esparta y Atenas. La Liga del Peloponeso y la Liga de Delos. Dos ‘póleis’ que dividen la Hélade con dos grandes ejércitos fortalecidos gracias a sus respectivos aliados. Esparta dispone de una impecable infantería hoplita y Atenas de una espléndida armada naval. La ideología espartana es saludada por la aristocracia, pues ésta observa en la Atenas democrática un verdadero peligro para sus intereses. En este contexto aparece un genial narrador histórico, Tucídides, que nos explicará con detalle la “Historia de la guerra del Peloponeso”.

Se produjo una Primera Guerra del Peloponeso (460-445) que quedó cerrada más mal que bien con una supuesta tregua de treinta años fruto de la diplomacia de Pericles. Pero las diferencias eran demasiado profundas y el expansionismo comercial, ideológico y militar ateniense impulsó a que los aliados de Esparta reclamaran la guerra.

Al final, los espartanos cedieron a las peticiones de sus aliados –sobre todo de los corintios y megarenses– para que declarase la guerra y pusiese fin a los continuos abusos de los atenienses.1

De tal modo devino la Segunda Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.). Se produjo la invasión lacedemónica del Ática con el rey espartano Arquídamo al mando. Hubo naturalmente una contraofensiva ateniense, pero fue la peste del 430 en Atenas que provocó la retirada de los espartanos. Moría Pericles a causa de esta epidemia y su sucesor en el partido radical democrático, Cleón, se enfrentó con sus tropas a las del espartano Brásidas. Ambos generales murieron en la batalla de Anfípolis (424 a.C.), resultando vencedor el ejército espartano. Esta derrota ateniense, más otras que vendrían después, hizo que se llegara a firmar la “Paz de Nicias” (421 a.C.), tratado patrocinado por el conservador ateniense Nicias.

Bajo la “Paz de Nicias” Atenas estaba debilitada por la guerra y por las epidemias. En este momento crítico para Atenas tuvo lugar el ascenso político-militar de Alcibíades –nieto de Pericles–, quien se “apuntó” a la facción democrática por intereses puramente personales. Alcibíades condicionó la estrategia ateniense en sus últimos compases de la guerra: con el apoyo de los sectores populares, el nieto de Pericles convenció al “démos” que la expedición a Sicilia2 reportaría grandes beneficios. Esta expedición a Sicilia (415-413 a.C.) realizada “en ayuda” a una ciudad que se veía, en última instancia, amenazada por las fuerzas espartanas, fue dirigida por tres generales atenienses: Alcibíades, Nicias y Lámacos. Tal expedición fue un fracaso: la derrota ateniense (413 a.C.) supuso la práctica aniquilación de la fuerza ática –Nicias murió y los pocos supervivientes fueron hechos esclavos. Esta derrota significaba el principio del fin del poder ateniense.

1Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, p. 219.

2Una ciudad de Sicilia, Segesta, había realizado una petición de auxilio a Atenas, pues se veía amenazada por Silinunte y sus aliados (Siracusa y Esparta).

Hatshepsut: una mujer faraón

La historia del antiguo Egipto abarca “grosso modo” unos 2.700 años (3.000 a.C. – 332 a.C.). Tan vasto periodo de tiempo es inabordable si no se utiliza algún criterio orientativo que sirva para situar los acontecimientos históricos. La tradición nos habla de 31 dinastías distribuidas en diferentes etapas temporales: Reino Antiguo, Reino Medio, Reino Nuevo y Época Tardía. A cada uno de estos Reinos le sigue un período de incertidumbre o crisis. Hoy vamos a centrarnos en el Reino Nuevo (1550-1070 a.C.) y, en concreto, en un caso insólito, pero no único en el antiguo Egipto, a saber, el reinado de una mujer llamada Hatshepsut.

Amosis fundó la dinastía XVIII e inauguró el Reino Nuevo. Con él tuvo lugar la expulsión de los hicsos tras la batalla de Sharuhen (Palestina). Siguiendo la línea de sucesión iniciada con Amosis, fue una mujer llamada Amose sobre quien recayó la responsabilidad de reinar. Pero las mujeres no podían alcanzar el rango supremo de faraón, por lo que fue su esposo, Tutmosis I, quien se hizo cargo del reino. Tutmosis I fue un gran guerrero y así lo demostró contra los nubios y los sirios. Con él Egipto alcanzó su máxima expansión territorial. Sólo una hija del matrimonio real sobrevivió, Hatshepsut (=”La más noble”), así que Tutmosis I optó por casarla con un hijo suyo de un matrimonio anterior, Tutmosis II, para que éste le sucediera. Al morir Tutmosis II, el hijo de éste y de Hatshepsut, Tutmosis III, era todavía menor de edad. Esta circunstancia hizo que la madre se hiciera cargo de la regencia. Pero no sólo se hizo cargo de la regencia, al cabo logró, en contra de lo “establecido”, ser coronada como soberana, esto es, fue nombrada faraón.

La reina aparece frecuentemente representada con los elementos distintivos de la realeza, incluyendo la barba real.1

Cuando su hijo alcanzó la mayoría de edad, Hatshepsut decidió seguir con su regencia. No sería hasta que Titmosis III tuviera treinta años cuando éste lograra derrocar a su madre. Hatshepsut gobernó llevando a cabo una magnífica política y a ella le debemos el más famoso obelisco de Karnak, situado allí donde tuvo lugar la gran victoria de su padre Tutmosis I. Cuando murió Hatshepsut, el malestar que provocaba el hecho de que una mujer hubiese sido faraón hizo que su propio hijo, Tutmosis III, impulsara el borrado del nombre de su madre de los monumentos, es decir, se llevó a cabo algo similar a lo que los romanos llamarán “damnatio memoriae”.

1Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, p. 63.

Maimónides: tres teorías sobre la creación del mundo

[Esta publicación es una revisión de una interpretación que realicé aquí]

El filósofo hispanojudío Maimónedes (1135-1204) escribió el tratado “Guía de perplejos”1 con la intención de aclarar las dudas de aquellos creyentes que tras leer los libros proféticos quedaban, por decir así, en estado de “shock” a causa del conflicto evidente que surgía entre la fe plasmada en los textos sagrados y la razón. Maimónedes se propuso despejar dudas acerca del significado de las palabras conflictivas utilizadas en tales textos sagrados, así como ir más allá del significado exterior de las alegorías, esto es, penetrar en los significados esotéricos de éstas. En definitiva, el filósofo cordobés se proponía dar luz desde la limitada razón humana a la oscuridad divina de los libros proféticos:

No digo que este tratado vaya a quitar de toda duda al que lo entienda; pero si aclarará la mayoría y las más graves de las oscuridades.2

En este mismo tratado, el filósofo hispanojudío quiso exponer y razonar tres teorías sobre la eternidad o la creación del mundo desde la perspectiva de aquellos que admitían la existencia de Dios. Las teorías son:

1. Creación “ex nihilo”

A esta teoría de la creación “ex nihilo” se adhieren los seguidores de la “Ley de Moisés”, y entre ellos, naturalmente, el propio Maimónedes:

[…] nosotros estimamos que la creación del mundo fue ‘ex nihilo’.3

La creación de la nada la enunció por primera vez –señala Maimónedes– Abraham:

“[…] todo cuanto existe a excepción de Dios […] fue producido de la nada […] [Abraham] invocó el nombre de Yhwh, Dios del universo” (Gn 2), y declaró públicamente esta creencia al decir: “Hacedor del cielo y de la tierra” (GN 14).4

Maimóndes advierte que el tiempo también debe considerarse como parte de esta creación “ex nihilo”, por lo que decir cosas como “Dios existía antes de crear el mundo” no tiene ningún sentido.

2. Creación según Platón y sus seguidores

Con Platón la creación “ex nihilo” queda en el ámbito de lo absurdo: es absurdo considerar la creación de la nada y pensar que algo puede ser reducido a nada. Por tanto, esta segunda teoría postula que es necesaria una materia preexistente con la que Dios, como si fuese un artesano, crea el mundo. A esto, Platón añade que el mundo está sometido a generación y corrupción.

3. Creación según Aristóteles y sus seguidores

En la misma línea que su maestro, Aristóteles postula la necesidad de una materia preexistente –es imposible la creación “ex nihilo”–. El mundo, a diferencia de lo que dice Platón, no está sometido a generación y corrupción. De hecho, la materia no está sometida a generación y corrupción, sino que adopta diferentes formas a lo largo del tiempo. El mundo, en definitiva, ha sido, es y será siempre el mismo.

Conclusión

Maimónedes es el principal representante del aristotelismo hebreo. Pero a pesar de que la gran influencia de Aristóteles, el filósofo cordobés se ve obligado a discrepar del estagirita en cuestiones especulativas como la creación del mundo, pues él es un creyente que no se aparta ni un minuto de la tradición del “rabbanismo”.

Aunque Maimónedes sigue a Aristóteles, y demuestra la existencia de Dios como primer motor y Ser necesario, se aparta de él cuando defiende la idea de Dios como causa primera, esto es, por introducir la creación “ex nihilo”, aunque dice que, una vez creado, el mundo no tiene fin.5

¿Pero cuál es el problema radical que encierran las teorías de Platón y Aristóteles –teorías 2 y 3– según Maimóndes y, por extensión, según los seguidores de la “Ley de Moisés”? Que la eternidad de la materia supuesta en las referidas teorías afectan a la unidad esencial del Creador.

1«[…] obra extensísima y particularmente asistemática» (Saranyana, J-I., Breve historia de la filosofía medieval, EUNSA, 2010, pp. 76-77).

2Maimónedes, Guía de perplejos, Edición y traducción de David Gonzalo Maeso, Ed. Trota, 1994.

3Ibíd.

4Ibíd..

5Beuchot, M., Historia de la filosofía medieval, Fondo de cultura económica, 2013, pp. 38-39.

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