Antropología: comentario de «Género, diferencia y desigualdad» de Virginia Maquieira (VI)

Hasta ahora hemos visto cómo la antropología empezó a tomar conciencia de su androcentrismo en los años 60 del siglo XX y de cómo intenta combatirlo a partir de categorías como «género». También hemos revisado aquel evolucionismo antropológico del siglo XIX que fundó una suerte de mito consistente en la instauración generalizada en un tiempo remoto de una primera forma de organización social, a saber, el matriarcado, y cómo éste fue derrocado por el patriarcado, dejando así justificado el dominio del hombre sobre la mujer. Después hemos examinado la crítica antropológica del siglo XX, la cual ha combatido la herencia proveniente del referido evolucionismo. Pues bien, ahora vamos a estudiar dos mundos: el doméstico y el público. Son dos esferas éstas que han sido y son muy productivas en la teoría feminista. Tales esferas son las que permiten explicar una asimetría universal consistente en considerar las actividades masculinas más importantes que las asignadas a las mujeres. Veamos, por tanto, cómo esta asimetría está presente en prácticamente todas las culturas.

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Antropología: Género (2/2)

Repasamos con Kottak las siguientes cuestiones: el género en sociedades industriales, aquello que está más allá de lo masculino y femenino y, finalmente, la orientación sexual.

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Los elementos fundamentales del pensamiento medieval en la mujer

Antes hemos hablado de la gran filósofa de la Edad media, Hildegarda de Bingen. Ahora nos vamos a referir a tres filósofas medievales más y, una vez hecho esto, ya tendremos los datos necesarios para sintetizar los elementos fundamentales del pensamiento medieval en la mujer.

Marguerite Porète (1255-1315) fue una mística beguina que criticó la postura “institucionalizada” de las beguinas. Su posición “heterodoxa” la condujo, por decir así, a la hoguera, pero su obra ha llegado hasta nosotros. Tuvieron que pasar casi mil años para que, en el siglo XX, se descubriera que era ella la autora de tal obra. Esta filósofa, recordándonos de algún modo a Plotino cuando exclamaba «¡Despójate de todo! (Ἄφελε πάντα)»1, consideraba que el alma debía despojarse de todo, incluso de la razón, para así llegar a tener un “alma aniquilada”, pues si Dios es todo, ¿de qué hay que tener miedo?

Catalina de Siena (1347-1380) es considerada una de las grandes místicas de todos los tiempos. Fue predicadora y escritora, y además contribuyó a que el Papa regresara a Roma tras su exilio en Aviñón2. Tuvo la visión de Jesús con el pecho abierto extrayendo su corazón para reemplazarlo por el suyo. Priorizó el amor y el servicio a los demás. Fue declarada doctora de la Iglesia en el año 1970.

Christine de Pizan (ca. 1364-ca. 1429) fue la principal representante de las mujeres escritoras del medievo. Además, fue la precursora del feminismo occidental. Siendo contemporánea de Juana de Arco —la filósofa le dedicó un poema—, vivió en los tiempos de la Guerra de los Cien Años3, lo que le hizo escribir sobre los males de la guerra. Su obra más destacada es “La ciudad de las damas”, en donde la Razón, la Rectitud y la Justicia tratan de edificar una ciudad para las damas nobles, o sea, aquellas que se esfuerzan por hacer el bien. Examinó la situación precaria de la mujer en la sociedad y apuntó que la inteligencia de ésta quedaba fuera de toda duda en la medida en que Dios había revelado sus secretos al mundo a través de las mujeres.

Habiendo examinado muy rápidamente a estas cuatro filósofas, a saber, Hildegarda de Bingen, Marguerite Porète, Catalina de Siena y Christine de Pizan, ¿qué podemos decir en cuanto a los elementos fundamentales de su filosofía? Todas ellas desarrollan su pensamiento desde la experiencia personal a través de la mística, la literatura, la poesía y la novela. Estos son los pilares sobre los que elevan su filosofía. La influencia de San Agustín es en todas ellas de gran magnitud, y así encontramos en ellas un despliegue del sentido del yo, la interioridad, el sentimiento y la acción en cuanto práctica del bien. La experiencia del misterio es la experiencia de la vida en estas mujeres. Y lo comunican a través de imágenes y metáforas en un lenguaje plagado de signos. El amor es en todas ellas el corazón de su filosofía, y con él se revela quién es cada una de ellas. Es un amor dirigido al otro, a la amistad, a la acción buena. Escuchemos ahora a Pou:

Parece que las mujeres de las que hemos hablado han escogido la vida, en lugar de la filosofía, pero en realidad han hecho filosofía desde la mística o la poesía, desde el relato, profundizado en el ser, el tiempo y la subjetividad, en los problemas últimos de la filosofía. La relación vida-pensamiento ha sido puesta al descubierto. Y en todas ellas vemos una experiencia común: la belleza, que nos pone en contacto con lo trascendente a través de la sensibilidad.4

1Cf. Moa, F., ¿Qué es eso del pensamiento helenístico?, Independently published, pp. 87-92.

2Consúltese en esta misma obra el anexo: “El pontificado de Aviñón, el cisma y la crisis conciliar”.

3Consúltese en esta misma obra el anexo “La Guerra de los Cien Años”.

4Pou, L., “Filósofas medievales de la Europa Cristiana: Contexto de la época, influencia de San Agustín y repercusión en la actualidad”, Proyección LXX (2023), pp. 22-51.

Filósofas medievales: “Vivir” la filosofía desde la mística

¿Dónde estaban las mujeres filósofas en la Edad Media? ¿Existieron? Tal vez uno pueda preguntarse algo así tras haber estudiado un manual de filosofía medieval. Haga la siguiente prueba: tome un manual cualquiera de filosofía medieval en formato digital y busque los términos “mujer” o “mujeres”. Seguramente se encontrará que son pocas las coincidencias encontradas, y menos todavía las referencias a mujeres filósofas. ¿Esto significa que no hubo mujeres filósofas en la Edad Media? Claro que las hubo, pero tendremos que indagar quienes fueron tales mujeres y en qué circunstancias desarrollaron su pensamiento.

En el texto de Sandra Ferrer “Mujeres (y filósofas) en la Edad Media”, se nos habla de una tradición filosófica femenina en la Edad Media. La mística fue el canal por el que unas mujeres religiosas pudieron expresar su pensamiento. Naturalmente esta filosofía hecha por mujeres estaba en concordancia con su tiempo, esto es, la razón estaba en ese tiempo vinculada de una manera muy estrecha con la fe. En otras palabras, la filosofía y la fe se ayudaban mutuamente, por decir así, para alcanzar a Dios. Recuérdese que el principal cometido de la escolástica era defender y desarrollar el cristianismo por medio no sólo de la fe, sino también de la razón1. Pero tal como apunta Ferrer, las mujeres no existían en el mundo escolástico, es decir, ellas tenían vetado el acceso al más alto conocimiento. Por tanto, en la Edad Media la filosofía y la religión quedaban reservadas a los hombres.

Las mujeres, en efecto, quedaron fuera de la escolástica, pero no por ello fuera de la filosofía. El camino que tomaron para “vivir” la filosofía fue la mística. A través de ésta corriente filosófica característica de la Edad Media, las mujeres pudieron desarrollar su pensamiento a partir de unos profundos conocimientos teológicos y metafísicos. Ahora bien, si las mujeres no tenían acceso al saber, ¿cómo pudieron hacerse con tales conocimientos? Por un lado, ciertas nobles tuvieron a su alcance las bibliotecas de sus palacios y, por otro, algunas religiosas aprovecharon la oportunidad que les brindaba la vida en clausura para hacer suyo el referido saber.

1Consúltese la cuestión “III. Teología y filosofía con Tomás de Aquino” para tener una perspectiva de la colaboración entre teología y filosofía desde el punto de vista de Santo Tomás.

Hatshepsut: una mujer faraón

La historia del antiguo Egipto abarca “grosso modo” unos 2.700 años (3.000 a.C. – 332 a.C.). Tan vasto periodo de tiempo es inabordable si no se utiliza algún criterio orientativo que sirva para situar los acontecimientos históricos. La tradición nos habla de 31 dinastías distribuidas en diferentes etapas temporales: Reino Antiguo, Reino Medio, Reino Nuevo y Época Tardía. A cada uno de estos Reinos le sigue un período de incertidumbre o crisis. Hoy vamos a centrarnos en el Reino Nuevo (1550-1070 a.C.) y, en concreto, en un caso insólito, pero no único en el antiguo Egipto, a saber, el reinado de una mujer llamada Hatshepsut.

Amosis fundó la dinastía XVIII e inauguró el Reino Nuevo. Con él tuvo lugar la expulsión de los hicsos tras la batalla de Sharuhen (Palestina). Siguiendo la línea de sucesión iniciada con Amosis, fue una mujer llamada Amose sobre quien recayó la responsabilidad de reinar. Pero las mujeres no podían alcanzar el rango supremo de faraón, por lo que fue su esposo, Tutmosis I, quien se hizo cargo del reino. Tutmosis I fue un gran guerrero y así lo demostró contra los nubios y los sirios. Con él Egipto alcanzó su máxima expansión territorial. Sólo una hija del matrimonio real sobrevivió, Hatshepsut (=”La más noble”), así que Tutmosis I optó por casarla con un hijo suyo de un matrimonio anterior, Tutmosis II, para que éste le sucediera. Al morir Tutmosis II, el hijo de éste y de Hatshepsut, Tutmosis III, era todavía menor de edad. Esta circunstancia hizo que la madre se hiciera cargo de la regencia. Pero no sólo se hizo cargo de la regencia, al cabo logró, en contra de lo “establecido”, ser coronada como soberana, esto es, fue nombrada faraón.

La reina aparece frecuentemente representada con los elementos distintivos de la realeza, incluyendo la barba real.1

Cuando su hijo alcanzó la mayoría de edad, Hatshepsut decidió seguir con su regencia. No sería hasta que Titmosis III tuviera treinta años cuando éste lograra derrocar a su madre. Hatshepsut gobernó llevando a cabo una magnífica política y a ella le debemos el más famoso obelisco de Karnak, situado allí donde tuvo lugar la gran victoria de su padre Tutmosis I. Cuando murió Hatshepsut, el malestar que provocaba el hecho de que una mujer hubiese sido faraón hizo que su propio hijo, Tutmosis III, impulsara el borrado del nombre de su madre de los monumentos, es decir, se llevó a cabo algo similar a lo que los romanos llamarán “damnatio memoriae”.

1Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, p. 63.

La mujer en la Atenas de Pericles: eterna menor de edad

Atenas sólo tenía ciudadanos varones. ¿Y, entonces, qué pasaba con las mujeres? Como me dijo alguien hoy: ellas eran «eternas menores de edad», esto es, ellas nunca podían alcanzar la «ciudadanía». Demóstenes habló de la mujer y de sus diferentes roles en la sociedad ateniense cuando la Pentecontecia ya formaba parte del pasado. Sintetizo tales roles: 1º) Las esposas que en el ámbito del matrimonio aseguran una descendencia legítima y son fieles supervisoras de las haciendas (fieles a sus maridos); 2º) Las concubinas se dedican a cuidar a los hombres. 3º) Las Heteras tienen como misión dar placer a los hombres. En el grupo de las heteras no se incluyen, en principio, las prostitutas, las cuales se situan en un escalafón social inferior a las heteras. De todas formas, heteras y prostitutas tienen muchas veces roles muy parecidos, como el de trabajar como animadoras en los simposios, unos simposios en el que las esposas no podían participar: ahí sólo quedaban los anfitriones y los invitados (todos varones) en compañía de heteras o prostitutas y, naturalmente, los esclavos que se dedicaban a servir el vino mezclado con agua.

Es bien sabido que la tragedia griega era la «escuela» de Atenas. Y toda escuela transmite, pese a quien pese, valores. Tomemos un ejemplo: El Orestes de Esquilo dice en un momento dado: «No he de soportar, en fin, que los más ilustres ciudadanos que valerosamente derribaron a Troya estén sometidos a dos mujeres, pues Egisto tiene alma de mujer»1. Orestes se refiere a su madre Clitemnestra, la asesina de Agamenón, su esposo, el padre de aquél, y, naturalmente, al cómplice de la asesina, Egisto, quien tiene «alma de mujer» porque es un ser débil y despreciable que se oculta en las sombras del palacio para maquinar su inefable proyecto. Claro está que la guerra de Troya, si es que existió en realidad, queda en las tinieblas de un pasado lejano cuando se representa la tragedia de Esquilo, por lo que se podría interpretar que en ella lo único que se hace es representar en Orestes la idea de una mujer que ya no se daba en Atenas. Pero esto último es demasiado suponer, pues, en definitiva, la Atenas de Pericles tenía bien claro, quiero decir, los ciudadanos (varones) atenienses tenían clarísimo que la mujer era un ser débil incapaz de asumir la ciudadanía y las consiguientes obligaciones y derechos políticos. La mujer, en definitiva, como me referí al principio, era una eterna menor de edad en Atenas, y por ello nunca ocupó una magistratura en la polis.

1Esquilo, Las coéforas.

La mujer en Atenas en el S.V a.C.

Medea
Medea, por Eugène Delacroix

En cuanto al rol/virtud según género en Atenas, Melero señala que el hombre tiene asociada la virtud del combatiente, en tanto que la mujer la sophrosyne. Esto me resulta llamativo, toda vez que, desde un punto de vista aristotélico, la sophrosyne representa la principal virtud dianoética. También indica la autora que «[…] ni en Esparta ni en atenas parecen haberse debido las diferencias entre hombres y mujeres a una ideología de superioridad machista o feminista»1, sino más bien a una causa «natural» (diferencia física) entre ambos sexos, siendo lo importante en el contexto de la polis la unidad del grupo familiar y no el individuo.

Aquí hay asuntos que no me cuadran, toda vez que machaconamente se nos dice que la democracia ateniense era una suerte de fake democracy por aquello de que las mujeres (y los esclavos, etcétera) no eran ciudanos. Pero no sólo por eso. Teniendo presente que la tragedia es «la escuela» de la polis, puedo leer cómo la Medea de Eurípides se lamenta del tipo de vida que tiene que soportar a causa de su condición sexual. Sintetizo sus quejas:

  1. La mujer tiene que hacer acopio de dinero para comprar un marido, quien se torna amo del cuerpo de aquélla.

  2. No es honroso el divorcio para las mujeres, ni rehuir del cónyugue.

  3. La inexperiencia de la soltera (no ha podido estar con otros hombres).

  4. El hombre siempre tiene como huida la «calle» para saciare, mientras que las mujeres no pueden hacer lo mismo: «[…] nosotras nadie más a quien mirar tenemos» (246).

¿No es acaso un tanto blanda la perspectiva que nos ofrece Melero sobre la condición de la mujer en Atenas o esta ficción de Eurípides que da voz a una imaginada Medea es exagerada y no representa a la mujer que vive en Atenas en el S.V a.C?

1Melero, 2015. Pág. 265.

Melancolía de una mujer

self-portrait-1910.jpg!Large - Zinaida Serebriakova
Autorretrato (Zinaida Serebriakova)

A sí misma se miraba extrañada,
buscando en ese rostro un parecido
con aquella niña que había sido,
pero sólo encontraba la mirada

melancólica de la ya ahogada
experiencia de un pasado vivido
que se encontraba al borde del olvido.
Melancolía de vida pasada.

Un rincón silente que en el espejo
de la evidencia pretende exhumar
de la niña que una vez fue un reflejo.

Es su íntimo gesto un vano soñar
con un cálido recuerdo que añejo
y feliz sólo se puede contar.

Tendida entre sus pensamientos

Joven tendida - Joan Llimona (1902)
Joven tendida (Joan Llimona)

Tendida entre sus pensamientos.
Esos ojos guardan un secreto
que permanece cerrado bajo llave.

El rostro es la cara oculta de la luna.
Las manos imitan un besarse;
los pies, en la intimidad, también.

El cuerpo es un vivo respirar cubierto
por el blanco tejido de un vestido
convertido en valles de una mujer.

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