Epícteto, Diss. 1, 29, 33-37:
Eso hay que recordar y saber cuando a uno le llaman a una circunstancia semejante: que ha llegado el momento de demostrar si estamos instruidos. Pues el joven que sale de la escuela y va a dar en una circunstancia así es semejante al que ha estudiado cómo resolver silogismos y si alguien le propone uno fácil le dice: ‘Proponedme mejor uno bien complicado, para que me ejercite’. También a los atletas les desagradan los contrincantes de poco peso: ‘No me levanta’, dice. Ése es un muchacho bien dotado. Pues no, sino que cuando la ocasión le reclama ha de llorar y decir: ‘Quisiera aprender todavía’. ¿El qué? Si no lo aprendiste como para demostrarlo con las obras, ¿para qué lo aprendiste? Yo pienso que alguno de los que están sentados aquí está sufriendo en sus adentros y diciendo: ‘¡Y que a mí no me llegue una circunstancia como la que le llegó a ése! ¡Que yo ahora me consuma sentado en un rincón, pudiendo ser coronado en Olimpia! Así debíais ser todos vosotros. Por otra parte, entre los gladiadores del César, los hay que se enfadan porque nadie los hace avanzar ni los empareja y ruegan a la divinidad y se acercan a los encargados para pedirles combatir; y entre vosotros ¿ninguno se mostrará como ellos? (Trad. P. Ortiz García).
Interpretación
La vida es una milicia y el ser humano un soldado que debe obedecer a su capitán. Este capitán es la voluntad divina. La virilidad del sabio, esto es, su fuerza se demuestra obedeciendo la voluntad divina. Epícteto pone de manifiesto la necesidad de unas prácticas ascéticas para hacer viable la referida obediencia. Para el pensador griego el hombre es esencialmente elección (prohairesis) y el que elige bien es aquel que acomoda su voluntad con la voluntad divina. Dicho en otras palabras, elegir correctamente es seguir a la divinidad, desear lo mismo que ella.
Considera Epícteto que la verdadera libertad consiste en obedecer la voluntad divina. Esta libertad sólo se puede alcanzar eliminando los deseos que uno tiene y que están en contra de la divinidad. Los deseos deben ser vencidos en todas las circunstancias que se le presenten al sabio estoico. El fin es vencer, obtener la victoria sobre los deseos, liberándonos de su tiranía1. Es fundamental para ello no dañar el hêgemonikón, es decir, el principio rector del ama humana –obsérvese que hay cierta identificación entre la prohairesis y el hêgemonikón, pues éste guía a aquélla–. No dañar el hêgemonikón quiere decir que el principio rector funciona al margen de las perturbaciones del cuerpo. Y esto se consigue, en general, renunciando a todas las cosas exteriores, vale decir, renunciando a todo aquello que no depende de nosotros.
Lo que nos dice Epícteto en cuanto a que la voluntad divina pone a prueba al sabio es lo mismo que nos dice Séneca, a saber: «[…] y las desgracias que le suceden al sabio sólo son pruebas que debe superar y en las que puede medir el grado de progreso moral.»2 El sabio es capaz de reconocer el poder absoluto del fatum –manifestación de la divina sabiduría– y comprende que « […] donde lo que parece un mal se muestra como lo que realmente es, un bien […]»3. «Las circunstancias difíciles son las que muestran a los hombres»4, es decir, quienes son sabios y quienes no lo son. Sin adversidades, se marchita la virtud del sabio5.
El sabio ha perfeccionado su razón al punto de «[…] crecerse en las adversidades y mostrar en su conducta una perfecta obediencia a la sabiduría divina que todo lo rige.»6 Esta obediencia es para Epícteto el papel que hemos de representar, un papel que ha sido escrito por la voluntad divina, y está en nuestra mano representarlo bien o mal. Representarlo correctamente es viviendo diciendo sí a la voluntad divina, lo cual supone muchas veces tener que aceptar cosas terribles. El sabio estoico acepta porque comprende la divinidad: La muerte, el destino y todas las cosas que parecen terribles telas en cuenta ante los ojos a diario, pero más de todas la muerte, y nunca darás cabida en tu ánimo a ninguna bajeza ni anhelarás nada en demasía. (Epíc., Enquiridión XXI)
¿Cuándo está preparado el hombre para enfrentarse a las adversidades impuestas por la voluntad divina? Cuando tal hombre es filósofo, o sea, un sabio estoico:
[El filósofo] ha suprimido en sí todo deseo y su aversión la ha enfocado sólo contra lo que, de las cosas dependientes de nosotros, sea contrario a la naturaleza. Se vale para todo de un impulso moderado. Si parece necio o ignorante, no le preocupa. Y en una palabra, se mantiene alerta vigilándose a sí mismo cono a un enemigo. (Epíc., Enquiridión XLVIII, 3)
Epícteto nos dice que el sabio tiene que reconocerse a sí mismo, interrogar su daimon. El daimon es lo que tiene el hombre en sí de divino y sólo se puede contactar con la divinidad desde ese daimon. Mirando a Marco Aurelio, tenemos en el hombre la inteligencia, esto es, el daimon y el hegemonikón que conforman la propia divinidad que en ti habita7. El sabio escucha la voluntad divina desde su propia divinidad, y lo que escucha lo comprende, a saber: tiene que enfrentarse a las adversidades que la voluntad divina le ha puesto como prueba, por eso no tiene que gritar ni enfadarse:
Piénsalo con más cuidado, conócete a ti mismo, interroga a tu genio, no lo intentes sin la divinidad. Y si te lo aconseja, sabe que quiere hacerte grande o que recibas muchos golpes. (Cf. Epíc, Diss. III, 22, 53-57).
La divinidad parece un maestro de gimnasia:
[…] cuando des con una dificultad recuerda que la divinidad es como un maestro de gimnasia, te ha enfrentado a un duro contrincante. “¿Para qué?”, pregunta. “Para que llegues a ser un vencedor olímpico. Pero no se llega a ello sin sudores.” (Epíc., Diss. I, 24, 1-5).
1Cf. Mas, 2009. p. 276.
2Ibíd., p. 268.
3Ibíd.
4Cf. Epícteto, Diss. I, 24, 1-5.
5«Se marchita la virtud sin adversario.» (Cf. Séneca, De Providentia 1, 4).
6Mas, op. cit., p. 268.
7M. Aurelio, Meditaciones III, 6.