Fenomenología de Husserl

En el año 1900 publica Investigaciones lógicas, un trabajo con el que podemos decir que el filósofo alemán funda la fenomenología. Sobre Husserl y su fenomenología, Heidegger nos dice en sus primeras páginas de Ser y tiempo:

Las siguientes investigaciones sólo han sido posibles sobre el fundamento establecido por E. Husserl, en cuyas Investigaciones Lógicas la fenomenología se abrió paso por primera vez.1

Y en una nota a pie de página, Heidegger añade:

Si la siguiente investigación logra dar algunos pasos hacia la apertura de las “cosas mismas”, el autor lo debe, en primer lugar, a E. Husserl, que, durante sus años de docencia en Freiburg, con su solícita dirección personal y libérrima comunicación de investigaciones inéditas, familiarizó al autor con los más diversos dominios de la investigación fenomenológica.2

Husserl se decanta por el idealismo y, así, la fenomenología se constituye en una suerte de versión del idealismo trascendental de la filosofía moderna3. La lógica, a juicio de este filósofo, es una ciencia ideal cuyas leyes –v.g. principio de identidad, principio de no contradicción, etcétera– no dependen de la mente. Tales leyes se encuentran en un sujeto trascendental y universal que es fuente de todas las verdades absolutas. En definitiva, el fundamento es el sujeto (= yo, conciencia), esto es, el sujeto es la sede de la razón universal. Entonces, ¿qué es en términos generales la filosofía para Husserl? Un saber riguroso que se apoya en la evidencia intuitiva (= captación inmediata de los fenómenos). ¿Y qué es un fenómeno? Lo que se representa a la conciencia (= sujeto, yo).

Los orígenes de la fenomenología trascendental

Los precedentes de la fenomenología trascendental de Husserl los podemos encontrar en esencia en dos pensadores: Descartes y Kant. Para Descartes el saber se fundamenta en la intuición, o sea, en la captación directa e inmediata de los fenómenos. La primera verdad es para el pensador francés el cogito ergo sum4–evidencia reflexiva de la conciencia–. A diferencia de Descartes, para Husserl el yo no es un sujeto sustancial, sino un sujeto trascendental y, además, el conocimiento no se certifica gracias a un Dios. En cuanto a Kant, la fenomenología de Husserl acepta la crítica que realiza el de Köningsberg al realismo tradicional5 y asume el idealismo trascendental, esto es, que el yo es previo y superior al mundo. Pero Husserl no es un neokantiano, y así rechaza la estética trascendental kantiana, pues considera que la percepción sensible no se tiene que ordenar según aquélla en la medida en que ya percibimos plenamente. Además, el sujeto no es la forma vacía y abstracta que Kant constituye en su filosofía.

Fenomenología

En el corazón de la fenomenología de Husserl está la investigación de la relación existente entre conciencia y fenómeno – o sea, la relación ideal Sujeto→objeto– . En la conciencia aparece el fenómeno, o mejor dicho, lo constituye. El fenómeno es, en fin, lo que aparece siendo esto o aquello.

Así como nosotros nos aparecemos a nosotros mismos como miembros del mundo fenoménico, las cosas físicas y psíquicas (los cuerpos y las personas) aparecen en referencia física y psíquica a nuestro yo fenoménico. Esta referencia del objeto fenoménico (que se suele llamar también contenido de conciencia) al sujeto fenoménico, al yo, como persona empírica, como cosa, es, naturalmente, distinta de la referencia del contenido de conciencia, en nuestro sentido de vivencia, a la conciencia en el sentido de la unidad de los contenidos de conciencia (o de la consistencia fenomenológica del yo empírico). Allí se trata de la relación entre dos cosas aparentes; aquí de la relación de una vivencia suelta con la complexión de las vivencias.6

El método fenomenológico explica la relación entre la conciencia y el fenómeno. Se dan en este método dos momentos, a saber, la epojé y la reducción.

La vida ordinaria deja al ser humano atrapado en una actitud realista –es decir, bajo el dominio realista Objeto→sujeto–. La epojé suspende esta actitud en la que el hombre vive cegado por el mundo exterior y se repliega sobre sí, o sea, la conciencia queda focalizada sobre sí misma. Este estado de reflexión es la actitud filosófica a la que se llega gracias a la epojé.

La reducción define la inteligibilidad de algo distanciándose de este algo. La reducción pasa por dos etapas, a saber:

  • La reducción eidética: Los hechos son reducidos a esencias, es decir, los hechos son desmaterializados. Gracias a la abstracción se obtiene lo esencial del fenómeno y, así, lo particular se lleva a lo universal, lo contingente a lo necesario, etcétera. Al cabo se obtiene un universo eidético jerarquizado y dominado por la Verdad, el Bien y la Belleza. La inteligibilidad de los hechos es ahora posible gracias a este universo eidético. De entre todos los fenómenos, hay unos en concreto que interesan en particular a la filosofía: las vivencias de la conciencia –los fenómenos de la conciencia–.
  • Reducción trascendental: Describe cómo el sujeto constituye los objetos del mundo. Después de que se hayan definido las esencias de todos los fenómenos en la etapa anterior, ahora se derivan éstas a su fundamento último: la conciencia.

Como ya se ha dicho anteriormente, lo que se representa a la conciencia es el fenómeno. ¿Pero cuál es la esencia o propiedad principal de la conciencia? La intencionalidad. La intencionalidad no es otra cosa que las vivencias de algo que se dan en la conciencia. Hay muchos tipos de vivencias, por ejemplo las perceptivas, las imaginativas, las intelectivas, las emotivas, etcétera. Además, existen dos modos de conciencia, o sea, dos modos de darse los fenómenos en la conciencia:

  • Llenos o plenos: Se captan los fenómenos de un modo directo en su presencia –v.g. los casos de conciencia perceptiva en los que se capta un objeto–.
  • Vacíos: Se remiten a los llenos –v.g. las vivencias lingüísticas expresan objetos que no están presentes–.

Los modos de conciencia llenos tienen prioridad sobre los vacíos. Los vacíos siempre se remiten a los llenos.

Superación del realismo

El mundo moderno está inmerso en el modelo epistemológico realista y objetivista (Objeto→sujeto). Para superar tal modelo el pensador alemán abre dos vías desde su sistema fenomenológico:

  • Mundo de la vida (Lebenswelt): Las ciencias se apoyan en verdad sobre algo previo, a saber, el mundo de la vida. El positivismo desprecia lo que no es posible medir, vale decir, lo subjetivo, pero Husserl advierte que el científico, antes de hacer ciencia, vive una vida cotidiana –un mudo perceptivo– con la que unos valores son emocionalmente asimilados. Por tanto, según Husserl, en la ciencia subyace ese mundo cotidiano de percepciones sin el que tal ciencia perdería su orientación vital.
  • Teoría del conocimiento idealista: Desde el punto de vista del realismo cientificista los seres humanos son simples hechos que deben ser estudiados como objetos. El idealismo de Husserl rechaza este realismo y postula una objetividad de la ciencia que parte de operaciones que emanan del sujeto de conocimiento. Por tanto, la objetivación desde la posición fenomenológica de Husserl es debida a la intencionalidad de la conciencia. Dicho en otras palabras, con Husserl la realidad recibe su sentido y verdad del sujeto de conocimiento.

De él [sujeto trascendental] parten todos los principios de contrucción del mundo en su ser objetivo; de él irradian todas las categorías gnoseológicas, que, por ello mismo, son trascendentes a priori.7

El mundo es para Husserl un conjunto de sentidos que provienen de la pura subjetividad, o sea, no está referido a la dimensión óntica, sino noética.

1Heidegger, s/a, p. 47.

2Ibíd., p. 48.

3«Husserl llama a su filosofía «idealismo trascendental”.» (Meca, 2019, p. 356).

4«Con este cogito ergo sum Descartes tiene ya su primera verdad, y con ésta dispone, por fin, “[…] el fundamento sobre el que se va a levantar todo el edificio de la filosofía cartesiana.” Una vez descubierta esta primera verdad, el pensador francés ya dispone de un criterio de verdad (o de certeza). Este criterio lo define Descartes “[…] a partir de las características según las que se presenta esa verdad. Esas características son la claridad y la distinción que la hacen una verdad evidente. El criterio de certeza, pues, es para Descartes, la evidencia.”» (Moa, 2022, p. 86).

5Para el realismo tradicional el mundo prevalece sobre el hombre.

6Husserl, 1999, p. 478.

7Meca, 2019, p. 341.

Síntesis de «El malestar de la cultura» de S. Freud

Existe según algunos un sentimiento de pertenencia a un todo, un sentimiento oceánico, un ser-uno-con-el-todo, a partir del cual se constituye necesariamente el hombre religioso. El padre del psicoanálisis apunta como causas de la necesidad religiosa el desamparo infantil, la nostalgia por el padre y la omnipotencia del destino. Al mismo tiempo, S.Freud asimila el sentimiento oceánico a una especie de reminiscencia de una fase temprana del sentido yoico que se remonta a cuando el yo del lactante lo incluía todo, esto es, cuando todavía no distinguía su yo del mundo exterior…

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Vive hasta morir

Antes de nacer mi alma ya estaba madura. Ningún misterio empaña la realidad. Sólo la ignorancia es capaz de no ver las cosas. Por encima de los hombros el hombre puede llegar a ver aquello que el destino ha decidido desde el principio. El perro sigue el carro porque no puede hacer otra cosa. En cada vida hay un precipicio. El trayecto es un viaje impuesto por una razón absoluta. Nada queda suelto, ni siquiera la locura del hombre creyéndose tener una razón propia.

Mi alma se dirige al precipicio. Es profundo y silencioso. Allí la música son notas sin dolor. Cuando uno llega al precipicio la mirada se cierra y el aliento se detiene. El destino nunca se deja corromper por los deseos, por los instintos, por los apetitos de un hombre que morirá para siempre. Morir para siempre, una eternidad de la que no hay posibilidad de escapar. El retorno es sólo cosa de cuentos para niños adultos.

¡Siento que me muero! ¡Y tú también! Baila conmigo esta última canción porque así el destino lo manda. Créete libre si eso te hace sentir mejor, y mientras vives tu libertad bailemos abrazados en tanto los árboles primaverales nos saludan con sus flores. ¡Vive mientras vives y muere después! Vive hasta morir y deja que tus lágrimas sean agua para una nueva vida.

Esnifando cocaína dispuesta sobre unos versos de Baudelaire

Debería tomar distancia de sí mismo para pensar de un modo diferente. Por lo menos es eso lo que le dice una conciencia que le resulta cada vez más impertinente. Un creciente zumbido arremete contra él desde dentro. Él es inmoral porque siempre le ha resultado más fácil, aun más fácil que dejarse llevar por un todo da igual. Detrás de su inmoralidad está el placer de serlo. Él no ve seres humanos sino medios para sus fines egoístas. ¿Cómo ser dueño del placer sin ser egoísta? No conoce otra forma de tomar el placer con sus manos.

Vaya a donde vaya, él siempre muestra el ceño fruncido y la mirada melancólica. Disimula. Es un experto en mostrarse tal como no es. ¿Cómo ser inmoral entre tanta moralidad? La hipocresía le abre tantas puertas, tantos placeres…

Pero algo no funciona bien últimamente. Es esa conciencia que crece sin saber el porqué. ¿Será de verdad la conciencia o una enfermedad mental que pudre sus razones de elegir esto o aquello? No está seguro, y empieza a pensar cosas insospechadas, impensadas para un ser inmoral como él. ¿Qué le está pasando? La otra tarde estuvo con una prostituta esnifando cocaína dispuesta sobre unos versos de Baudelaire y no sintió nada. Era la primera vez que le pasaba algo así. Por ello le pagó el doble, en agradecimiento por una inesperada apatía. ¿Era tal apatía el principio del fin?

La lágrima siempre huye

Un dolor inteligible que se dice de muchas maneras. Es un noúmeno que arranca el corazón y lo lanza contra el duro suelo de la conciencia. Entonces toda figura se tiñe de sangre. ¡Alguien dijo que aquí no se llora! ¿Quién? Aquel de allí, aquel que ahora llora.

El dolor siempre llega. Y la lágrima siempre huye. Somos de agua y sal. Somos lágrima. El espacio-tiempo se incomoda ante la presencia de la lágrima, y ésta se precipita en él según una inconmovible ley que sólo la razón es capaz de interpretar. La razón siempre ha sido una mala mensajera de la lágrima.

Yo y nosotros

Se dijo en otro lugar que la más terrible enfermedad que hasta ahora a sufrido el hombre no es otra que la conciencia. Acaso eso no es del todo cierto y más que una verdad tal afirmación es una provocación. Sea como fuere, cuando se habla de conciencia se tiene que hablar de pensamiento, pues ¿cómo puede haber conciencia sin pensamiento? ¿Y un pensar sin conciencia es de verdad pensar? Cuando aparecen la conciencia y el pensamiento, aparece el fantasma de Hegel, ese teólogo-filósofo que desplegó el yo como objeto para parir un espíritu entendido como «sustancia absoluta que, en la libertad y la autonomía perfectas de la oposición de ellas, a saber, de autoconciencias diversas que son para sí, es la unidad de las mismas; yo que es nosotros, y nosotros que es yo»1. La conciencia hecha autoconciencia, un saberse de sí que sabe del otro, y que en este saber que va hacia dentro y hacia fuera se pierde en una interminable lucha. Y es que el pensamiento es lucha, lucha de conciencias que conscientes de sí, desean más para sí. Aquí el espíritu hegeliano no lo contemplo con su mirada sistemática, sino con mi mirada torcida que sólo ve un absoluto sinsentido, una absoluta ignorancia que se cree saber todo. El espíritu hegeliano nació muerto porque la libertad nunca existió. Sólo un dogmático teólogo con el corazón endurecido por la absoluta ignorancia puede creerse la libertad.

Entonces, ¿dónde queda el pensar? ¿Y la conciencia, qué pasa con ella? Pensamiento y conciencia andan perdidas en una ficción contractual, en un acuerdo que es papel mojado. Si existe algo así como una forma reflexiva de libertad, sólo existe en la imaginación, en los sueños, en las cabezas de esos hombres que viven la vigilia durmiendo. El proyecto humano es un esbozo mal hecho por un ignorante de la verdad. Además, el acuerdo contractual con uno mismo es un autoengaño, y el acuerdo contractual con los demás, un intersubjetivo engaño de dimensiones humanas, demasiado humanas. Con todo, la relacionarse con los otros es una cuestión imposible de soslayar, y por ello es inevitable la guerra heraclitiana: Πόλεμος πάντων μὲν πατήρ ἐστι, πάντων δὲ βασιλεύς, καὶ τοὺς μὲν θεοὺς ἔδειξε τοὺς δὲ ἀνθρώπους, τοὺς μὲν δούλους ἐποίησε τοὺς δὲ ἐλευθέρους (Guerra de todos es padre, de todos rey, y a unos los señaló dioses, a los otros hombres, a unos los hizo esclavos, a otros libres)2. Pero Heráclito no acertó básicamente en una cosa: la libertad.

1Hegel, 2010.

2B53.

De doctrinas e infiernos

Me quedé sentado en el olvido y no cené aquella noche. El taoísmo siempre me quitaba el hambre, acaso por un quietismo que me deshumanizaba. Pero salí de esas meditaciones y me refugié en una pureza que reclamaba algo así como una transmigración muy imaginativa. Al final acabé intentando hablar con un perro, pues aquél tenía la misma mirada que un antiguo colega que traspasó por culpa de un semáforo mal interpretado. Sea como fuere, no me libré de pasar por el psicólogo, y éste por otro psicólogo -el mal de alma no tiene cura y se propaga sin medida-. Pero no me rendí, continué buscando alguna doctrina que me hiciera bien, y así me hice hedonista siguiendo el wei wo, esto es, el principio del para mí, pero acabé arruinado, sin trabajo, sin amigos, sin mujer y sin hijos. A nadie pude pedir un rescate a interés cero. Y como no tenía nada, escarbé en los cubos de la basura filosófica en busca de algo para llevarme a la cabeza. Y allí, entre los restos de una Crítica de la razón práctica de Kant, encontré los fragmentos de un libro de Hannah Arendt. Me lo llevé a mi madriguera y lo leí bajo la luz mortecina que iluminaba la podredumbre de un hombre que pretendía saber de sí mismo. Por entre las hojas manchadas de un arcaico café se desvelaron dos claves: la conciencia y el deseo. Pero acabé maldiciendo a Arendt con sus referencias a Hegel, pues éste es un teólogo demasiado mentiroso para mi gusto disgustado. Mas cada uno experimenta sus infiernos, y muchas veces aposta -así de autodestructiva puede ser una autoconciencia mal constituida-. Pensé entonces en el suicidio. Sin embargo, cuando el tren se aproximaba, me pregunté: ¿para qué tomarme la molestia cuando uno ya ha elegido su infierno?

Situarme en mi mundo

Anduvo toda la noche sin saber qué era de él1. ¿Y qué es de nosotros en el andar por la vida? Para saberlo es necesario investigarse a sí mismo, como hizo aquel hombre del rayo y el logos2, pues sólo de esta manera alguien puede situarse en el mundo, su mundo. Investigarse consiste en una búsqueda de la verdad, la que explica, la que muestra el sentido de andar por la vida, una vida que sólo se puede desplegar si hay un mundo en el que estar.

Investigarse es, pues, situarse, y la situación sólo puede ser explicada cuando hay un argumento sólido, digno de fe, cierto: la verdad. Sin embargo, mi sofista favorito, el que Platón maltrató en su Protágoras, dijo una de las verdades más próximas a un ideal de verdad, esa que tantas veces repito aquí y allí: De todas las cosas el hombre es medida… El sofista, de esta manera tan concisa, nos puso ante nuestros ojos la figura fantasmal de la verdad. Por tanto, ¿qué pasa con el investigarse a sí mismo si en el fondo la verdad es una entidad fantasmagórica? Pasa que el investigarse a sí mismo equivale a construirse un mundo a la medida de uno. La verdad, por decir así, la pone uno, según sus argumentos, según sus razonamientos: uno es la medida. Y quién se investiga a sí mismo de un modo auténtico, a lo mejor, y sólo a lo mejor, es alguien auténtico que vive en un mundo auténtico.

Con todo, la desconfianza que me provoca todo esto es máxima, pues, ¿quién o qué establece la autenticidad de un investigarse a sí mismo? Hoy, como en la Atenas del siglo V a.d.C, la mayoría dice saberse, lo cual equivale a un comprender su mundo y, en justa consecuencia, a un saber radical. Y ya sabéis el cuento: Sócrates, impulsado por la divinidad, siempre haciendo caso a su demon, descubrió que en su ciudad no había ningún sabio, y que aquellos que parecían serlo (políticos, poetas, autores de tragedias, etcétera) sólo lo parecían: Aquéllos no eran sabios y, además, no eran conscientes de su ignorancia.

Saber sólo es saber si éste está sustentado sobre la verdad. Pero si la verdad está diluida en la no-verdad, entonces, ¿qué saber nos queda? ¿Una conjetura? Sea como fuere, el saber sólo se puede desplegar por medio del pensar. Sí, el pensar es el motor del saber. ¿Y qué pasa si no se piensa? No hay saber. Decía Hannah Arendt que la incapacidad para pensar daba fundamento a la banalidad del mal, pero se preguntaba también si el pensar evita el mal, un pensar, por cierto, cargado de conciencia, pues ¿un pensar sin conciencia es pensar u otra cosa? Investigarse a sí mismo, es pensarse, y la conciencia aquí resulta insoslayable. Diría que el investigarse a sí mismo es un «conocer conmigo y para mí mismo»3 que sitúa a uno en un mundo que construye en cada momento de su pensar.

Entonces, saber de uno es saber de sí, y saber de sí requiere investigarse a sí mismo, una actividad que es un pensar atravesado de parte a parte por la conciencia. Así se despliega un mundo, mi mundo, el cual es el que vivo yo. Ahora bien, ¿por qué investigarse a sí mismo? ¿Qué le empuja a uno a esta tarea? Me viene una cita de Nietzsche para dar una respuesta: «La voluntad de verdad»4. Alguno, tal vez, se preguntará qué sentido tiene llevar a cabo la investigación de marras para aquél que considera que la verdad es no-verdad. «Admitir que la no-verdad es condición de la vida»5 es lo que da sentido al investigarse a sí mismo (situarse en el mundo, en mí mundo), y sólo así, por cierto, se puede ejercitar un pensar alejado del dogma, de la ensoñación Verdadera, de la insoportable imposición de la Verdad.

1«[…] y anduve toda la noche por las calles sin saber qué era de mí» (Fiódor Dostoievski, El idiota).

2«Me investigué a mí mismo» (B101, Heráclito).

3Arendt, 2002.

4Nietzsche, 2012.

5Ibíd.

Yo quiero ser ese animal

Vivir hacia fuera, con los sentidos puestos en las cosas, sin que uno mismo sea consciente de que está ahí, entre entes que se agitan bajo un mandato invisible. Correr como un animal salvaje bajo el sol que es nuevo cada día. Sin reflexión, la que de un modo u otro siempre conduce a una angustia, a un interrogante, a una inquietud, a un miedo, a una duda, a un-estar-en-el-mundo con las puertas del Día y de la Noche reventadas por el cerrajero divino. ¡Yo quiero ser ese animal que corre sobre la tierra húmeda, ese ente ajeno a la reflexión, al límite!

La naturaleza no oculta su profunda indiferencia a un ente que piensa, que reflexiona, que se ve atrapado en las redes de las apariencias. El mundo es para este ente una noche de invierno en medio del monte en medio de la soledad más radical. El viento es helado, las estrellas son miserables hogueras que brillan sin dar calor, la luna es una piedra muerta arrojada al azar, la tierra es el cuerpo vivo que muere.

Entre hombres sobrevive una esperanza. Y al distanciarse de ellos se contempla la falsedad de ésta. Mirando más allá de la esperanza se encuentra una danza de llamas, un universo sin pies ni cabeza, una caída eterna. El corazón quiere despedazarse, desea explotar y hacer saltar por los aires toda existencia, pero se sabe infinitamente limitado y, al mismo tiempo, reconoce que el infinito nunca estuvo en este mundo que es uno, uno sólo, un raquítico uno que no sabe o no quiere hablar claro con el hombre.

El estado más propio del hombre es una pérdida de conciencia de sí, un absoluto estar-hacia-afuera; pero tal cosa nunca lo aceptará el que tenga una razonable esperanza en algún rincón de su alma. Y las almas avanzan con pasos titubeantes, porque la conjetura es su bandera. Los dogmáticos, por su parte, son otra cosa, son bestias humanas cuyo hedor podéis sentir a kilómetros de distancia. Estos últimos se pudren mientras pudren todo lo que tocan en las negras noches dogmáticas.

Alguien mató al polluelo

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Foto de Toni Cuenca en Pexels.com

El polluelo es un juguete roto que permanece inmóvil en un rincón oscurecido por la sombra. Un emperador lo mira inquisitivo mientras exige más impuestos en voz alta. Casio Dión toma nota. ¿Por qué se hace lo que se hace y no se hace más bien otra cosa? La elección es una ficción o una realidad, quién sabe, pero cada uno va haciendo lo suyo de una manera u otra. Aquella madre, mientras tanto, despacha los asuntos más importantes. ¿Su mayor logro es estar ahí sin estarlo? Las mujeres, tal vez, han cometido un error durante milenios: tener hijos con todos esos despreciables hombres.

Es evidente que no existe ningún principio. Tampoco hay nada que sea primero, y la causa, en sí misma, es la forma salida de una limitada cabeza que vive al límite, en el limite y por el límite. ¿Y qué decir del devenir? Entre el ser y el no ser está el juego de manos del sabio que lleva las mangas tan largas como su lengua. El pensamiento tiene necesidad de puntos de parada porque necesita descansar de su pesada carga: la falsedad. Y en una de esas paradas, el pensamiento encuentra el cadáver del polluelo, inmóvil como Dios, pero a diferencia de éste, aquél es material, por lo que, nada que ver una cosa con otra: siempre habrán clases, siempre diferencias, siempre categorías, siempre estupideces.

Durante milenios unos y otros han descrito lo que tenemos entre las manos, pero todavía no sabemos que es. La confusión es tal que intentamos aclararnos con la ayuda de toda suerte de sustancias. ¿Y qué otra cosa podemos hacer si nosotros mismos somos sustancias? Por lo demás, a lo mejor alguien se siente culpable por haber matado al polluelo. La conciencia tiene estas cosas. Algunos dicen que la referida es la más terrible enfermedad que hasta “ahora” ha devastado al ser humano. Creo que se equivocan quienes aseveran eso, pues en verdad la peor enfermedad de todas se llama pensamiento.

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