Lucrecio, I, 156-173
«Así, una vez persuadidos de que nada puede crearse de la nada, podremos descubrir mejor lo que buscamos: de dónde puede ser creada cada cosa y cómo todo sucede sin intervención de los dioses. Pues si las cosas salieran de la nada, cualquiera podría nacer de cualquiera, nada necesitaría semilla (…) Pero, ahora, como que cada ser se engendra de gérmenes ciertos, cada cosa nace y asoma a las riberas de la luz allí donde se encuentra su propia materia y sus elementos primeros; y por esta razón no puede todo nacer de todo, porque cada cosa tiene una facultad distintiva.» (Trad. E. Valentí Fiol).
Interpretación
Nada surge de lo que no existe y nada se destruye en el no ser: «Así que, en primer lugar, nada nace de la nada. Pues en tal caso cualquier cosa podría nacer de cualquiera, sin necesidad de ninguna simiente. Y si lo que desaparece se destruyera en la nada, todas las cosas habrían perecido, al no existir aquello en lo que se disolvían.»1 Todo –la realidad– consiste en átomos y vacío. La existencia de cuerpos la atestigua la sensación. El vacío posibilita el movimiento y el asentamiento de los cuerpos. De los cuerpos «los unos son compuestos y los otros aquellos [elementos] de los que se forman los compuestos.»2 Los elementos que conforman los cuerpos compuestos no son sino los átomos. Los átomos son indivisibles e inmutables y permanecen después de la disgregación de los cuerpos. Cuando Lucrecio apunta que cada ser se engendra en gérmenes ciertos, tales gérmenes son los átomos. Los átomos son fundamento ontológico en la filosofía epicúrea.
El todo es infinito, nos dice Epicuro3, por lo que se puede afirmar que la realidad es infinita, lo cual equivale a decir que hay un número infinito de átomos y un espacio infinito. Los átomos no pueden tener cualquier tamaño, toda vez que, en caso contrario, algunos de ellos, los más grandes, podrían ser percibidos por la visión humana, extremo este que nunca sucede. Tampoco se admite que un cuerpo esté constituido por un número infinito de átomos. Se rechaza la división hasta el infinito de un cuerpo. Un cuerpo es un límite.
La Naturaleza consiste, explica Lucrecio, en dos sustancias: «[…] los cuerpos y el vacío en que éstos están situados y se mueven de un lado a otro.4» En el vacío se asientan los cuerpos en cuanto agregados de átomos, siendo los átomos sólidos y simples. Los átomos «[…] son fuertes por su eterna simplicidad y la naturaleza no permite que nada se arranque de ellos ni mengüen en nada, reservándolos como semillas de las cosas.»5 La Naturaleza es creadora de las cosas, y esta creación deviene con los choques de los átomos.
La realidad, como se ha visto, es infinita del mismo modo que lo son los mundos6. Los infinitos átomos constituyen infinitos cuerpos, y, en términos más generales, infinitos mundos. Ahora bien, obsérvese que cada mundo, en sí mismo, es limitado como lo es también un cuerpo cualquiera, por lo que, tanto un mundo como un cuerpo cualquiera están hecho de un número finito de átomos. No hay límite en este universo: «no hay para nosotros límite en el universo en ninguna dirección, ni a derecha ni a izquierda, ni arriba ni abajo […]»7 Lucrecio considera inverosímil que sólo exista este mundo en el que vivimos, y partiendo de la idea de infinitos átomos y de un universo sin límite, afirma que necesariamente, dadas las posibilidades infinitas que hay, existen otros mundos semejantes al nuestro: «[…] necesario es reconocer que en otras partes deben existir otros orbes de tierras, con diversas razas humanas y especies salvajes.»8. Hay, nos dice el pensador romano, infinitas tierras, soles, lunas, mares, etcétera.
Todo llega a ser gracias al choque de los átomos, y en este proceso ontológico no intervienen ni la divinidad ni la necesidad. El kómos, apunta Lucrecio, es producto del azar9. La divinidad, a juicio de Epicuro, es un ser incorruptible y feliz que se mantiene al margen de esta realidad cambiante que deviene con el referido choque de átomos. Los dioses existen, pero no intervienen en las cosas humanas ni en los sucesos que se dan en la Naturaleza: «En cuanto a los fenómenos celestes, respecto al movimiento de traslación, solsticios, eclipses, orto y ocaso de los astros, y fenómenos semejantes, hay que pensar que no suceden por obra de algún ser que los distribuya o los ordene ahora o vaya a ordenarlos […]»10 Todo ser divino goza por sí mismo de una vida eterna en la paz más profunda, «[…] separado de nuestras cosas, retirado muy lejos […]»11 La Naturaleza es libre, no está sometida a soberbios tiranos –señala el pensador romano–, «[…] obrando por sí sola, espontáneamente, sin participación de los dioses.»12 Los dioses no se ocupan ni se preocupan de ordenar la realidad, pues están sumergidos en una paz inalterable. Es una locura –según Lucrecio– pensar que los dioses crearon el mundo, pues ellos no tienen la necesidad de ello ni tampoco de recibir nuestra gratitud.
1Cf. Epicuro, carta a Heródoto, 38-39.
2Cf. Epicuro, Carta a Heródoto, 39-42.
3Ibíd.
4Cf. Lucrecio, I, 418-432.
5Cf. Lucrecio, I, 609-634.
6Cf. Epicuro, Carta a Heródoto 45.
7Cf. Lucrecio II, 1048-1089.
8Ibíd.
9Cf. Lucrecio IV, 824-842.
10Cf. Epicuro, Carta a Heródoto 77.
11Cf. Lucrecio II, 646-651.
12Cf. Lucrecio II, 1090-1094.