Las tres vertientes de la filosofía según Buenaventura

Suscríbete para seguir leyendo

Conviértete en un suscriptor de pago para obtener acceso al contenido íntegro de esta entrada y demás contenido exclusivo.

Donde hay confianza, da asco

Esquilo escribía algo así: “[…] los mortales han recibido todas las artes de Pometeo”1. Sí, serían todas buenas artes, seguro, pero yo creo que a este titán filántropo se le fue la mano y, probablemente sin querer, concedió también a los susodichos algunas malas artes, entre ellas, la del abuso amparado en la confianza. Sea como fuere y dejando el mito a parte, lo cierto es que la estirpe de los gilipollas que practican el abuso bajo la égida de la confianza está muy extendida.

Ahora bien, debo confesar que he elegido mal el adjetivo “gilipollas” a la hora de describir a esa indeseable estirpe, pues la necedad o estupidez no es el motor de la referida mala arte. Aquí no quiero pecar de ingenuo como aquel plebeyo llamado Sócrates o aquel aristócrata conocido con el nombre de Platón, pues quienes abusan de los demás amparándose en la confianza no merecen ningún tipo de disculpa. Los tales, estos que empecé llamando gilipollas pero que en realidad debería llamar ruines, son radicalmente culpables de sus abusos. ¡Oh, yo no lo quería decir, pero juzgue usted mismo cuando alguien ha abusado de su confianza! ¿Cuántas veces ha sentido el asco provocado por tal abuso estos últimos días?

1… πᾶσι τέχναι βροτοῖσιν ἐκ Προμηθέως. (Esquilo, “Prometeo encadenado”, cf. 505).

El pecado según Pedro Abelardo

Pedro Abelardo (10791142), el “profesor de la lógica” de la Edad Media, expone su ética en su “Scito te ipsum” (Conócete a ti mismo). En esta obra aflora la influencia de la ética de Sócrates, la cual, a su vez, viene marcada por la máxima griega ΓΝΩΘΙ ΣΕΑΥΤΟΝ. Por tanto, la ética de Abelardo —al igual que la de Sócrates— está fundamentada en la tensión conocimiento-ignorancia. Ahora bien, con el pensador medieval la ética está radicalmente integrada en el cristianismo y, por tanto, en la cuestión del pecado —quien hace el bien, no peca; quien hace al mal, peca. Es por ello que Abelardo trata de aclarar el significado del término “pecado”.

¿Cuándo acontece el “pecado”? Cuando el alma es culpable de despreciar a Dios, lo que sólo es posible si tal alma conoce a Dios y se niega a obedecer el precepto divino que le es conocido1. Abelardo señala que existen acepciones impropias de “pecado”, es decir, casos en que se habla de “pecado” cuando en realidad no lo es. ¿Cuándo sucede esto último? Cuando la ignorancia lleva al individuo a hacer algo que está en contra del precepto divino. El pensador medieval apunta que existen dos tipos de ignorancia, la “intelectual” y la “moral”. La primera queda fuera del ámbito de la ética —v.g. cuando un individuo no sabe resolver una operación matemática. En cuanto a la ignorancia “moral”, encontramos en ella dos clases: la “ignorancia invencible” y la “ignorancia por negligencia”. La “ignorancia invencible” se caracteriza por su incapacidad cognitiva y es propia, por ejemplo, de los locos y de los “naturales stulti” (necios por naturaleza). En cambio, la “ignorancia por negligencia” alude al desconocimiento de aquello que podemos y debemos conocer. Si esta “ignorancia por negligencia” es voluntaria, esto es, si es intencionada, entonces será cuando se produce el “pecado”. La ignorancia, en efecto, es un atenuante que exime de culpa, y se da siempre en el caso de la “ignorancia invencible” porque quienes incurren en ella no son en realidad agentes morales, mientras que en la “ignorancia por negligencia” sólo será fuente de “pecado” en aquellos casos en que la intencionalidad es manifiesta, esto es, cuando dicha ignorancia es voluntaria.

Por todo esto, el sentido propio del “pecado” se caracteriza por la intencionalidad: la moralidad del acto se identifica con la intención. Se peca cuando se desobedece intencionadamente el precepto divino y, también, cuando se ignora el referido precepto de una manera intencionada.

En resumen, la ética de Pedro Abelardo se desarrolla a partir de la tensión conocimiento-ignorancia de la ética socrática. Esta tensión la traslada al concepto de “pecado” que es propio del cristianismo, siendo aquí necesario examinar tal concepto para esclarecer, en última instancia, si el alma es realmente culpable de haber “pecado”.

1Cf. Jakubecki, N., La ética de Abelardo, artículo del 2017 en las “XIº Jornadas de Investigación en Filosofı́a”.

Baruch Spinoza: El modo geométrico

En los siglos XVII-XVIII diversos autores utilizaron Elementos como ejemplo de cómo debería estructurarse la razón. La obra de Euclides era vista como un modelo de certeza, claridad y transparencia. Hobbes, por ejemplo, juzgaba que si las leyes de las acciones humanas pudieran comprenderse con certeza geométrica, entonces se podrían eliminar la guerra, la ambición y la avaricia. En efecto, en estos siglos Euclides fue la referencia de certeza en occidente, siendo considerado el libro de Elementos una expresión de la relación más simple posible con la verdad. Un buen numero de autores escribieron obras de filosofía, física o teología al modo geométrico con la convicción de que así sus trabajos alcanzarían más claridad, certeza, brevedad, transparencia y persuasión…

Suscríbete para seguir leyendo

Suscríbete para obtener acceso al contenido íntegro de esta entrada y demás contenido exclusivo para suscriptores.

Creer en la fundamentación moral

Habrá un tiempo en que la intuición y la razón quedarán, como todas las demás ideas humanas, destruidas por el proceso imparable de eso que solemos designar con el nombre de realidad. Cuando tal tiempo acontezca, aquel viejo problema teológico donde el creer y el saber se disputan obstinados la legitimidad de valorar las cosas (humanas) quedará enterrado bajo las sombras de un mundo radicalmente no-humano1.

Pero mientras haya vida humana y mientras los teólogos y los filósofos sigan disputándose verdades sagradas y especulaciones metafísicas, siempre habrá un nuevo intento de fundamentación moral, sin duda alguna. ¿Nuevo? Es un decir, ya se me comprenderá. Sea como fuere, con creer o con saber, con instinto o con razón, la moral seguirá exigiendo, cual diosa, por decir así, un lugar donde asentar sus nobles exigencias, normas y deberes.

¿Por qué ser moral? ¿Por qué debo ser moral? En búsqueda de fundamentaciones morales, Habermas considera que estas cuestiones encierran, de algún modo, el interrogante fundamental a partir del cual cabe la posibilidad de una fundamentación moral. Con fundamento… Tanto para cocinar un pollo como para cocinar una sociedad, hace falta fundamento… Y Habermas, en lo que se refiere al fundamento no culinario, nos llega a decir que no cabe una respuesta válida para tal pregunta, pues preguntarse por qué uno debe ser moral equivale a preguntarse por qué uno debe ser racional. Se es racional y ya está, porque uno es lo que es. No hay más, no se puede ir más allá de lo que se es. Entonces, ¿cuánto fundamento ontológico supeditado a unas creencias racionales subyace en el fondo de un Habermas moralista? ¿Acaso el mismo que nos dejó aquella mente2 tan apreciada por Platón?

1Sobre el referido viejo problema teológico consúltese el aforismo 191 en Nietzsche, 2012.

2Es decir, Aristóteles. «Platón estimaba extraordinariamente a su discípulo, a quien llamaba el lector y la mente de la escuela» (Fraile, 2015. Apud Moa, 2021, p. 123).

Interpretación de la “Conferencia sobre ética” de Wittgenstein

Resumen: Primero haré una exposición de lo que, a mí juicio, es lo más destacable de la “Conferencia sobre ética” de Wittgenstein y después trataré de realizar una crítica de la postura del pensador austro-británico en relación a la imposibilidad de que la ética sea comunicable o expresable. No entraré en cuestiones que tengan que ver con el público al que va dirigida la conferencia, el momento histórico en que se produce, etcétera, aspectos estos, sin duda muy importantes, pero que están fuera del objetivo de este breve trabajo.

Suscríbete para seguir leyendo

Conviértete en un suscriptor de pago para obtener acceso al contenido íntegro de esta entrada y demás contenido exclusivo.

Feminismo contra la moral heredada

Amelia Valcárcel nos propone que veamos las éticas como discursos racionales y abstractos que buscan principios de la conducta humana y las morales –en cuanto elementos estructurales de la sociedad– como mandatos que dicen lo que debe hacerse o evitarse. En términos generales, la pensadora española apunta que la ética se desarrolla «[…] cuando la confianza en los mandatos heredados se ha socavado por alguna causa importante e inobviable […]»1 Es decir, en momentos de crisis, en momentos en que unos valores morales establecidos históricamente empiezan a cuestionarse, es entonces cuando se despliega una necesidad que origina una producción intelectual ética. Un claro ejemplo de tal situación productiva es la Ilustración. La ética sobre la cual Valcárcel despliega su pensamiento ético-feminista está emparentada, desde luego, con la ética deontológica kantiana, y así nos habla la pensadora española de una ética caracterizada por el universalismo –aquí está el deseo de desprenderse del etnocentrismo. Tenemos, pues, un desarrollo ético a partir de una crisis o de un cuestionamiento de una moral vigente-heredada que se vale de un recurso esencial, a saber, la razón. Claro está que el desarrollo ético no se realiza desde unas razones aisladas del mundo, sino todo lo contrario, hay un intercambio de razones, por decir así, entre la vida política, la ciudadanía y la filosofía. El feminismo se relaciona con la ética de ese modo.

El feminismo es uno de los grandes motores de los cambios relacionados con la filosofía política desde su inicio. Se trata de un producto del racionalismo cuyo objetivo está en disolver el núcleo normativo que «[…] establece la moral diferencial en función del sexo.»2 El término género es clave en el feminismo y hace referencia a una diferencia biológica natural que se traslada a la normativa –no sólo a la normativa moral, sino también al derecho positivo. Esta diferencia que lleva en sí el término género es uno de los «[…] núcleos más fuertes de la vida de las comunidades que nos ha precedido.»3 Ya nos hemos referido antes a la Ilustración como momento de crisis o cuestionamiento de una moral heredada. Pues bien, es en la Ilustración cuando el femenismo empieza a operar como una ética política capaz de deslegitimar y posteriormente disolver los modos de eticidad heredada. ¿Pero qué dice esta eticidad heredada? Valcárcel nos propone que miremos la Fenomenología de Hegel. La eticidad expresa lo sabido y querido, y con Hegel se observa en ella una división sexual de la normativa social consistente en situar a los varones en el espacio público y las mujeres en el espacio privado. En efecto, en esta eticidad hegeliana los varones viven para el Estado y las mujeres para la familia. En este mundo descrito por el filósofo alemán sólo los hombres acceden al individualismo mientras que las mujeres quedan situadas en una suerte de esfera de lo indiferenciado.

En el siglo XX Kholberg nos dijo que los hombres se fijan en los derechos individuales y los criterios universales de justicia, mientras que las mujeres se fijan en el aspecto emocional, esto es, ellas tienen un sentido fuerte de ser responsables del mundo próximo (v.g. la familia, los amigos, etcétera.) y, al mismo tiempo, tienen dificultades para traducir abstracciones morales a deberes concretos. Gilligan trabajó con Kohlberg, y a partir de los trabajos de éste, la psicóloga supuso que la moral masculina está marcada por las abstracciones y la femenina por un sentido acusado de la proximidad moral. A partir de aquí la psicóloga acuñó la ética de las normas (deberes abstractos)y la ética del cuidado (deberes concretos), siendo la primera ética, por decir así, masculina y la segunda femenina. Valcárcel critica a ambos psicólogos por haberse olvidado de aspectos históricos y antropológicos que dan cuenta de unos mandatos heredados que constituyen una moral diferencial. La ética del cuidado es el resultado de una moral previa a la libertad de conciencia y, en justa consecuencia, no es una moral femenina, sino una moral que caracteriza al dependiente –v.g. la mujer, el esclavo, el vasallo, etcétera.

Como se ha visto, pues, el feminismo es el producto de un universalismo de raíz ilustrada. Este feminismo se despliega en una lucha política en la que se producen declaraciones universales –igualdad de sexos, capacidad y dignidad iguales para hombres y mujeres–. En el fondo es la lucha por los derechos individuales y políticos de las mujeres. Una de las principales resistencias al feminismo es, desde luego, esa moral heredada que ya se ha comentado. En efecto, es la principal resistencia y, al mismo tiempo, la causa del desarrollo ético que lleva en sí los razonamientos feministas. El feminismo lucha desde la política, una política que en su vertiente progresista le ha dado una mayor acogida.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 hace mención a la abolición de toda forma de discriminación en función del sexo, pero «[…] las mujeres aún no tienen reconocidos la plenitud de sus derechos individuales.»4 Por ello el feminismo sigue luchando por sus derechos, y mientras lucha, Valcárcel matiza que el feminismo no debe tener una ética propia, sino estar en la base de todas.

1Gómez-Muguerza, p. 465.

2Ibíd., p. 466.

3Ibíd., p. 468.

4Ibíd., p. 473.

Ética de la virtud

En los años 80 del siglo XX el pensamiento de MacIntyre llega con fuerza con su Tras la virtud en medio de una profunda crisis moral. El origen de tal crisis, a juicio del pensador escocés, tiene su origen en el fracaso de la razón que emergió con la Ilustración. Esta crisis imposibilita un acuerdo moral porque no existe objetividad: se está viviendo una época emotivista en la que se quiere influir en los otros para que se adopte la misma perspectiva sentimental en relación con aspectos morales, lo cual provoca que no haya espacio para la ética. Es decir, el relativismo imposibilita una ética compartida. Se ha llegado a un mundo relativista y emotivista porque ha fracasado aquella Ilustración que se había propuesto alcanzar unos sueños racionales, esto es, no se ha podido hacer realidad una fundamentación racional de la moral. Por eso MacIntyere juzga que es un error intentar fundamentar la moral en esa racionalidad, pues cualquier intento en esa dirección está condenado al fracaso. Para superar esta crisis moral, el pensador escocés propone una ética teleológica de raíz aristotélica, vale decir, una ética de la virtud. El ser humano tiene unas capacidades racionales por naturaleza y desarrollarlas lo hace virtuoso y, en justa consecuencia, feliz. MacIntyre sustituye la biología metafísica de Aristóteles por una concepción histórico-narrativa sustentada en tradiciones que fijan los fines y las virtudes. Pero esto supone tener que arrostrar el problema de un relativismo comunitarista que se origina a partir de una pluralidad de tradiciones. Tal problema, nos dice MacIntere, se puede superar –no sin muchas dificultades– encontrando rasgos comunes de las diferentes tradiciones para apuntalar acuerdos que sirvan para universalizar la ética propuesta.

Nussbaum también propone una ética de la virtud inspirada en Aristóteles. Siendo la propuesta de la pensadora americana una ética teleológica, critica, naturalmente, el formalismo kantiano y todos sus herederos, como por ejemplo John Rawls. Esta ética de Nussbaum tiene un carácter universal diferente al propuesto por MacIntyre. El relativismo imperante imposibilita argumentar racionalmente contra las injusticias del mundo en general y las mujeres en particular. Para superarlo, Nussbaum propone una ética trascendental de la virtud, esto es, una ética universal de la virtud que se fundamenta en las capacidades de los seres humanos, unas capacidades que están más allá de las culturas particulares. Es decir, existen a juicio de la pensadora americana unas capacidades universales que permiten llegar a un diálogo racional y fructífero. Nussbaum realiza un historio histórico –se deslinda así del esencialismo aristotélico– y enumera toda una serie de capacidades comunes de las que se derivan unas virtudes universales. Estas capacidades universales son, entre otras, la mortalidad, la cognición, la razón práctica, la comunidad, etcétera. Las dos capacidades más importantes son la razón práctica y la comunidad. La primera porque humaniza las demás capacidades y la segunda porque, siendo los seres humanos seres sociales, es la que permite establecer comunidades.

Ética y feminismo

Moral y ética no son sinónimos. Las éticas hacen referencia al ámbito racional y abstracto que busca principios para dirigir la conducta humana. Las morales son mandatos que dicen lo que debe hacerse o evitar y atraviesa la estructura social. Una ética se desarrolla, sobre todo, «[…] cuando la confianza en los mandatos heredados se ha socavado por alguna causa importante e inobviable […]»1 y se caracteriza por su aspiración al universalismo –desea desprenderse del etnocentrismo–. «La ética intenta restañar la situación apelando a la invención de principios más generales de validez universal.»2 Dos grandes momentos de desarrollo ético son el de la Ilustración sofística y el de la Ilustración europea. Las éticas inauguran un tipo de razonamiento que cala en la vida política y ciudadana. Y ahí, en esa vida política y ciudadana se despliega el feminismo que entra, por decir así, en contacto con la ética.

El feminismo es uno de los grandes impulsores de los cambios valorativos de la filosofía política. Siendo un producto del racionalismo, el feminismo trata de disolver el núcleo normativo que «[…] establece la moral diferencial en función del sexo.»3 Lo que el feminismo llama género apunta a una diferencia biológica-natural que queda coagulada en la normativa, y «[…] esa diferencia es uno de los núcleos más fuertes de la vida de las comunidades que nos ha precedido.»4

Hegel describe –en su Fenomenología– en el contexto de la eticidad una división sexual de la normativa social: «[…] los varones viven en el espacio público y las mujeres en el privado. Ellos para el Estado y ellas para la familia.»5 Los varones representan lo diferenciado y las mujeres lo indiferenciado, esto es, sólo es accesible para el hombre la individualidad. Mas con la Ilustración el feminismo empieza a operar como una «[…] ética política capaz de deslegitimar y posteriormente disolver los modos de la eticidad heredada»6, con lo que se inaugura la apropiación de la individualidad por parte de las mujeres.

En la filosofía moral contemporánea surge la distinción entre éticas de las normas y éticas del cuidado. Esta distinción la acuña Carol Guilligan. Las éticas de las normas se caracteriza por los deberes abstractos y las éticas del cuidado por los deberes concretos. Guilligan realiza la referida distinción a partir de los trabajos de Lawrence Kohlberg. El psicólogo americano observó que los hombres tenían una marcada capacidad para focalizarse en los derechos individuales y los criterios universales de justicia, en tanto que las mujeres se focalizaban en aspectos emocionales sintetizados en un sentido fuerte de ser responsables del mundo “próximo” (v.g. una misma, la familia, la gente que conocía, etcétera). «Kohlberg sacó de todo ello la chusca idea de que las mujeres nunca alcanzaban el desarrollo moral completo; y éste fue el detonante de la obra de Guilligan […]»7 Guilligan supuso que esas conclusiones de Kholberg constituían unos rasgos característicos de la moral masculina, marcada por las abstracciones, en tanto que las mujeres tenían «[…] un sentido acusado de la proximidad moral.»8

Amelia Valcárcel apunta que Kohlberg y Guilligan no prestaron atención a las cuestiones históricas y antropológicas implicadas en sus observaciones, y añade Valcárcel: «[…] sus caracterizaciones casan perfectamente con lo esperable si los rasgos de la individualidad se toleran o no en función del género.»9 Es decir, los referidos psicólogos no tuvieron en cuenta la moral heredada, un conjunto de normas que en gran medida dejaban a la mujer lejos de esa individualidad que persigue el feminismo desde la Ilustración. En realidad la éticas del cuidado son, a juicio de la pensadora española, el resultado de una moral previa a la libertad de conciencia, una moral que determina quién es dependiente o inferior (v.g. a la mujer, el esclavo, el vasallo).

El feminismo es un producto del universalismo de raíz ilustrada y se despliega en la política desde las declaraciones universales defendiendo la igualdad de los sexos y la igual capacidad y dignidad de los individuos con independencia de su género. El feminismo, pues, es una lucha por los derechos individuales y políticos. El relativisimo cultural cultural –un precedente del multiculturalismo del siglo XX– ha sido un elemento del que se ha valido el feminismo para defender sus posturas. Si este relativismo defiende desde una cultura como “naturales” unos rasgos femeninos y desde otra cultura unos rasgos diferentes, entonces el femenismo puede argumentar la no validez de esos rasgos “naturales”. Mas el peligro del relativismo extremo conduce a que cualquier principio moral y político quede abrogado. El multiculturalismo que lleva en sí el relativismo puede llegar al extremo, en aras de una diferencia cultural, de violar demasiados derechos individuales de las mujeres.

La Declaración de los Derechos Humanos de 1948 hace mención de la abolición de toda forma de discriminación en función del sexo, pero como el feminismo afirma muchas veces, «[…] las mujeres aún no tienen reconocidos la plenitud de sus derechos individuales.»10 Y es que hoy en día –principios del siglo XXI– «[…] la mayor parte de las mujeres del planeta simplemente no han adquirido todavía el estatuto de individuos de pleno derecho.»11

Digamos, para acabar, que el feminismo es, en efecto, un universalismo y, por tanto, «[…] una ética y una colección de principios de acción política, adherido a las ideas de universalidad y de simetría o equipolencia.»12 Tal ética sólo admite diferencias asumibles desprovistas de carga sexista y estas diferencias contemplan el mínimo común denominador del respeto a los derechos humanos individuales. Ahora bien, Amelia Valcárcel apunta que el feminismo no debe tener una ética propia, sino estar en la base de todas las éticas.

1Gómez-Muguerza, 2007, p. 465.

2Ibíd.

3Ibíd., p. 466.

4Ibíd., pp. 466-467.

5Ibíd., p. 467.

6Ibíd., p. 468.

7Ibíd., p. 469.

8Ibíd.

9Ibíd.

10Ibíd., p. 474.

11Ibíd.

12Ibíd.

MacIntyre y Nussbaum: ética de la virtud

En los años 80 del siglo XX irrumpe con fuerza en el panorama ético MacIntyre con su libro Tras la virtud. El éxito de este libro estriba tanto en la calidad de su contenido como la oportunidad de su aparición. Cuando sale a la luz esta obra se están viviendo tiempos de una profunda crisis moral consistente, en esencia, en una falta de acuerdo en los asuntos morales. MacIntyre explica los orígenes de esta crisis y ofrece una posible solución centrada en una “reactualización” de un modelo de virtud cuya tradición arrancó con Homero y alcanzó la época medieval…

Suscríbete para seguir leyendo

Suscríbete para obtener acceso al contenido íntegro de esta entrada y demás contenido exclusivo para suscriptores.

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar