El pecado según Pedro Abelardo

Pedro Abelardo (10791142), el “profesor de la lógica” de la Edad Media, expone su ética en su “Scito te ipsum” (Conócete a ti mismo). En esta obra aflora la influencia de la ética de Sócrates, la cual, a su vez, viene marcada por la máxima griega ΓΝΩΘΙ ΣΕΑΥΤΟΝ. Por tanto, la ética de Abelardo —al igual que la de Sócrates— está fundamentada en la tensión conocimiento-ignorancia. Ahora bien, con el pensador medieval la ética está radicalmente integrada en el cristianismo y, por tanto, en la cuestión del pecado —quien hace el bien, no peca; quien hace al mal, peca. Es por ello que Abelardo trata de aclarar el significado del término “pecado”.

¿Cuándo acontece el “pecado”? Cuando el alma es culpable de despreciar a Dios, lo que sólo es posible si tal alma conoce a Dios y se niega a obedecer el precepto divino que le es conocido1. Abelardo señala que existen acepciones impropias de “pecado”, es decir, casos en que se habla de “pecado” cuando en realidad no lo es. ¿Cuándo sucede esto último? Cuando la ignorancia lleva al individuo a hacer algo que está en contra del precepto divino. El pensador medieval apunta que existen dos tipos de ignorancia, la “intelectual” y la “moral”. La primera queda fuera del ámbito de la ética —v.g. cuando un individuo no sabe resolver una operación matemática. En cuanto a la ignorancia “moral”, encontramos en ella dos clases: la “ignorancia invencible” y la “ignorancia por negligencia”. La “ignorancia invencible” se caracteriza por su incapacidad cognitiva y es propia, por ejemplo, de los locos y de los “naturales stulti” (necios por naturaleza). En cambio, la “ignorancia por negligencia” alude al desconocimiento de aquello que podemos y debemos conocer. Si esta “ignorancia por negligencia” es voluntaria, esto es, si es intencionada, entonces será cuando se produce el “pecado”. La ignorancia, en efecto, es un atenuante que exime de culpa, y se da siempre en el caso de la “ignorancia invencible” porque quienes incurren en ella no son en realidad agentes morales, mientras que en la “ignorancia por negligencia” sólo será fuente de “pecado” en aquellos casos en que la intencionalidad es manifiesta, esto es, cuando dicha ignorancia es voluntaria.

Por todo esto, el sentido propio del “pecado” se caracteriza por la intencionalidad: la moralidad del acto se identifica con la intención. Se peca cuando se desobedece intencionadamente el precepto divino y, también, cuando se ignora el referido precepto de una manera intencionada.

En resumen, la ética de Pedro Abelardo se desarrolla a partir de la tensión conocimiento-ignorancia de la ética socrática. Esta tensión la traslada al concepto de “pecado” que es propio del cristianismo, siendo aquí necesario examinar tal concepto para esclarecer, en última instancia, si el alma es realmente culpable de haber “pecado”.

1Cf. Jakubecki, N., La ética de Abelardo, artículo del 2017 en las “XIº Jornadas de Investigación en Filosofı́a”.

El vértigo del ignorante

Es una tontería. Una manía tal vez. Puede que sea una simple necesidad o, incluso, un cuidado que el vivir siempre exige. Lo reconozco, no sé el porqué. Sea como fuere, la cuestión es que yo no me atrevo a escribir sin antes haber leído algo. Me siento vacío cuando caigo en la escritura sin haber pasado primero por la lectura, y también culpable en la medida en que siento que cada palabra que escribo tiene una deuda con alguna palabra que levantó el vuelo muy lejos de mí.

Me río de mí mismo porque en el fondo no me entiendo y, además, porque en el fondo no sé dónde está el fondo. He aquí mi ignorancia, una ignorancia que siempre flota por entre todas las palabras que voy enlazando una a una. Con todo, trataré de explicarme: cuando escribo siento el vértigo del ignorante, pues en tal acto se me abre una oportunidad “de oro” para mirarme en el espejo del alma, un espejo en el que veo no sólo la sombra de lo impensado y lo incognoscible, sino también la mancha del error, una mancha hecha de palabras escritas.

Sin Eros no se piensa

El pensar está empujado por una voluntad, o mejor dicho, un deseo particular: el deseo de lo que no entendemos. A este deseo lo podemos llamar Eros, y entonces suscribir lo que nos dice Byung-Chul Han : «El pensamiento sin Eros es meramente repetitivo y aditivo»1. Por tanto, siguiendo al filósofo surcoreano: la agonía del Eros equivale a la agonía del pensamiento. Gracias al Eros uno se aventura a entrar en lo no transitado a través del pensamiento con el ánimo de convertir en conocimiento lo que no se entiende: «También Heidegger, pensando, se adentra en lo no transitado. A su juicio, el golpe de alas del Eros lo toca cada vez que da un paso esencial en el pensamiento y se atreve a entrar en lo no transitado»2.

Pero dejemos por un momento a Byung-Chul Han y escuchemos la sabiduría de Diotima, aquella mujer que enseñó a Sócrates «las cosas del amor»3. A juicio de Diotima -o si se prefiere, a juicio de Platón-, «Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la filosofía está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante»4. ¿Sabiduría? «La sabiduría […] es una de las cosas más bellas […]»5. Eros es amor de la belleza, por lo que está, en justa consecuencia, falto de ésta. Y si la sabiduría es bella, Eros se sitúa ante una falta de sabiduría, esto es, un no-entender que desea entender. He aquí Eros en cuanto pensamiento.

Un pensamiento sin Eros es un pensamiento desnaturalizado que permanece hundido en una oscuridad que no le permite ver la belleza. Pensar es un movimiento cuyo origen encontramos en una actividad amorosa, o sea, en términos platónicos «una procreación de la belleza». Sin Eros el pensar es sólo un espectro, un espíritu sin espíritu, una imposibilidad, una nulidad, un decir-no al pensar mismo. El Eros constituye, por decir así, la razón del pensar. Sin Eros el pensar no tiene sentido. Pero, ¿cómo? ¿Hay algo que tenga sentido sin Eros?

1Byung-Chul H., La agonía del Eros.

2Byung-Chul H., 2014.

3Platón, 2010.

4Ibíd.

5Ibíd.

Un bufón ignorante

En esta mirada interior, en este pensar mi pensar se manifiesta una pretensión: descubrir qué hay ahí. Y ahí se manifiesta una interpretación autorreflexiva que me deja claro que no hay nada claro. Mi pensar no es un sistema categorial macizo y lógico, sino una palpitación que se produce en las entrañas de una vida. Mi pensar es un vivir una caída en el vacío donde las certezas radicales y absolutas jamás han sido siquiera rozadas. ¿Pensamiento sistemático aquí? No, todo lo contrario. Las líneas rojas de conceptos como conciencia, autoconciencia, razón, intuición, entendimiento, etcétera, han sido borradas por mi ignorancia. Tales conceptos deambulan en un sin fin de textos filosóficos como relatos coherentes que, de algún modo, están en ese mundo para disolver mi sonrisa extravagante de orate. Pero sigo con la misma sonrisa anclada entre mi nariz y mi barbilla. ¿Soy un ignorante con máscara de escéptico? Simplemente soy un bufón ignorante.

Un día Sartre dijo que él y los suyos, esto es, los existencialistas ateos, querían elevarse por encima de las cabezas de los demás a través de una doctrina basada en la verdad cartesiana: «“Pienso luego existo”, esta es la verdad absoluta de la conciencia captándose a sí misma»1. Al leer esto salté y di una voltereta en el aire mientras aplaudía. ¿No resulta gracioso fundamentar una doctrina en una falsedad absoluta disfrazada de verdad absoluta? Pero, ¿cómo? ¿Estoy hablando del absoluto? Sí, porque soy un bufón ignorante. Sólo he puesto este ejemplo para no extenderme, pues, al fin y al cabo, toda doctrina está fundamentada en falsedades. ¿Doctrina? Un querer aparentar algo que no se es. ¿Por qué digo estas cosas? Soy un bufón ignorante y, por tanto, un charlatán, aunque, por lo demás, no soy maligno. En efecto, aquí no hay maldad, sino sólo ignorancia, una ignorancia que despliego a espuertas de un modo libre sin saber si existe la libertad. ¿Qué es la libertad? Encerradme y tal vez pueda responder. Sea como fuere, mi pensar bulle caótico sin reconocerse en el espejo de más de dos mil quinientos años de filosofía occidental. Lo sé, a mi ignorancia tengo que añadir la pesadilla de ser un occidental que no deja de mirarse el ombligo en una constante autorreflexión que requiere cierta elasticidad física y mental.

La sonrisa no se me borra del rostro a pesar de que insistan en enseñarme que la conciencia pretende llegar al saber verdadero o que es un acto de saber, que no es la razón sino el intelecto el que me lleva a la verdad, que «siempre que la mente consciente está ocupada, el resto de los candidatos de la percepción tiene que esperar en un retén inconsciente»2, etcétera. Doy volteretas en el aire mientras me pregunto: ¿Qué es pensar? Es un modo de vivir que ve cómo las cosas pasan. Es una experiencia vivida desde un lugar en el que todo va sucediendo y va quedando atrás como una fantasía borrosa. El pensar es ver un extraño juego con forma de broma de mal gusto. El pensar del que estoy hablando es mi pensar, el pensar de un bufón ignorante que a toda verdad le hace una mueca de disgusto no porque no la desee, sino porque toda verdad queda disuelta en la nada a causa de ese extraño juego antes referido. El olvido es el destino de todo pensar. Esta es la más pura reflexión de la que es capaz de realizar un bufón ignorante como yo. Salto de concepto en concepto haciendo piruetas en el aire, y en este ir saltando haciendo cabriolas, me dirijo al desierto del olvido donde ni tan solo es posible lo eterno, pues ¿qué es la eternidad? Una fantasía que habita en mi pensar.

1Sartre, El existencialismo es un humanismo. Apud Gómez 2014.

2Dehaene, 2016.

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