Las cruzadas que se desplegaron entre los siglos XI y XIII empezaron bien, pero acabaron muy mal –esto desde el punto de vista cristiano, naturalmente. El papa Urbano II convocó la primera cruzada (1095) con el fin de socorrer al Imperio bizantino y recuperar Jerusalén de las manos musulmanas. Esto se traducía en la posibilidad de unir espiritualmente Roma y Bizancio. Urbano II inauguró en el Concilio de Clermont uno de los rasgos imprescindibles para que una cruzada pueda ser llamada, en sentido estricto, cruzada, a saber, es necesaria la convocatoria del papa.
Las cruzadas eran, dicho en pocas palabras, un movimiento que llevaba a los occidentales hasta la Siria musulmana con el objetivo de recuperar los Santos Lugares. La primera cruzada convocada por Urbano II estaba cuajada de ideales –guerra justa contra los infieles, alcanzar el Jerusalén celestial por la vía del Jerusalén terrestre, etcétera– y obtuvo finalmente una gran respuesta: masas populares y caballeros decidieron participar en una aventura marcadamente espiritual y militar. Godofredo de Bouillón, duque de la Baja Lorena, se convirtió en el dirigente de esta primera cruzada, la cual tuvo un gran éxito, pues se tomó Jerusalén a los musulmanes y se crearon en la zona cuatro estados Cristianos: Reino de Jerusalén, Condado de Edesa, Condado de Trípoli y Principado de Antioquía. Las órdenes militares fueron las encargadas de defender estos territorios cristianos.
Sin embargo, lo que empieza bien no siempre acaba bien, y así, tras la pérdida del Condado de Edesa a manos de de los musulmanes, se convocó la segunda cruzada. A pesar de la intervención del rey francés y el emperador alemán en esta segunda cruzada, el fracaso fue estrepitoso. Saladino había logrado unir a Siria y Egipto y crear, de esta guisa, una gran fuerza militar con la que, habiendo aplastado a los cristianos en la batalla de Hattin, tomó Jerusalén y la mayor parte de las fortalezas cristianas. Después de este desastre cristiano se convocó la tercera cruzada, pero ni la participación de Ricardo Corazón de León –soberano inglés– hizo que esta cruzada se tradujera en una recuperación de Jerusalén. Luego, a lo largo del siglo XIII se iban a suceder nefastas cruzadas, a cada cual peor, que sellarían el fracaso final de este movimiento espiritual-militar cristiano: Constantinopla fue saqueada por los cristianos occidentales, las derrotas militares frente a los musulmanes fue la norma, se llevaron a cabo cruzadas contra “cristianos” –v.g. en Francia contra los cátaros–, etcétera.
Así las cosas, la posibilidad de unir espiritualmente Roma y Bizancio quedaba reducida a nada.