Perspectiva de rana

Tenía un amigo que miraba la realidad a través de un modelo divino llamado Dios. Me decía que no estaba seguro de que tal modelo existiera, pero le resultaba muy útil para interpretar la realidad en la que estaba inmerso. En el fondo no le importaba a mi amigo la verdad, sino vivir de acuerdo con un modelo que le resultara válido para el día a día. Yo, desde mi perspectiva de rana, lo admiraba, pues su fe pragmática me resultaba profundamente ingeniosa, incluso más que la auténtica fe.

Hablando de modelos, me ha venido a la memoria una amiga que se propuso desarrollar un modelo para explicar la cultura de todas las culturas, o sea, por decir así, interpretar la humanidad. Su propósito “absolutista” tomó el camino de las teorías ideacionales, pero por tal camino se olvidó de que no todo se encuentra en una mente ni en un conjunto cognitivo que trasciende la mente individual. Bueno, se olvidó o no fue consciente de tal cosa, no estoy seguro. Lo que parece claro es que construir una teoría conlleva defender una simplificación a la que queda adherida una rémora llamada error. Finalmente, el modelo que se había propuesto desarrollar mi amiga se quedó a medias –diría que se quedó a medias porque leía demasiado a Keesing–, por lo que dejó abierta la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto la acción humana está guiada por un código general, una teoría del mundo y el juego de la vida social?

Y para acabar este relato sin pies ni cabeza: el otro día estuve observando un modelo humano que representaba la impotencia de la voluntad. Se trataba de un dos-en-uno, a saber, un hombre que llevaba en sí un diálogo consigo mismo. Esta parejita que habitaba en ese uno se odiaba a muerte. Resulta que querer hacer el bien derivaba de una manera obstinada en hacer mal, lo cual era verdaderamente frustrante. Se trataba, en definitiva, de un conflicto interior. Lo más curioso de todo es que tal conflicto explotó y se convirtió en una religión que elevó a lo más alto un modelo divino llamado Dios que tan pragmático le resultaba a mi amigo. Resulta admirable, desde mi perspectiva de rana, cómo desde la impotencia de la voluntad se puede alcanzar la vida eterna. Cosas de los modelos idealizados. Supongo.

Antropólogo, dime la verdad

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Mira y escucha. No es un espía, sino un antropólogo realizando eso que llaman un trabajo de campo. El trabajo de campo es un remangarse, un dar el callo que va más allá del escritorio y de un silencio que invita a pensar. Pensar, pensaba Hannah Arendt, es la sensación de estar vivo. Arremangarse también es un modo de sentirse vivo, pues en la acción misma se puede encontrar un pensar que queda situado en la esfera de lo inconsciente. Pero es verdad que suponer como cierto esto que acabo de afirmar es mucho suponer, puesto que en el fondo sigue vigente aquello que dijo Keesing en su momento, a saber, que tenemos un tosco conocimiento de la mente. Mas el antropólogo americano, después de aseverar tal tosquedad, continuó su relato apoyándose en un supuesto conocimiento de la mente. Un apoyo endeble, diría. Sea como fuere, no seré yo quien critique a Keesing en esta cuestión, toda vez que yo hablo desde mis creencias y no desde un conocimiento objetivo-científico-antropológico.

Sí, me muevo de aquí a allí por medio de mis creencias. Es normal me vendría a decir algún que otro antropólogo, tan normal como es normal la erupción de un volcán en una zona volcánica. También se me diría desde la antropología que tengo una cultura, por muy inculta que sea, pero cultura de todas formas. Desde esta cultura inculta mía quisiera hablar con propiedad como lo hacen los capitalistas de buena familia, sin embargo me dejo llevar muy fácilmente por unas intuiciones que están hechas a partes iguales de creencias y pensamientos basados en una evidencia probabilística que arranca de unas probabilidades establecidas desde la más pura subjetividad.

No quiero complicar esta exposición. De hecho esto no es una exposición, sino una intuición. Voy a ser claro y directo en la medida de mis posibilidades: soy un nativo de mi yo, lo quiera o no, y por ello soy un representante más de una individualidad que percibe una cultura exterior como una amenaza. Sigo las reglas del juego, pero si tuviera la suficiente valentía intelectual despedazaría estas reglas con mis dientes como lo haría un león del zoológico consciente de lo que ha hecho de él una norma emanada del ser humano. No tengo la valentía necesaria, esto es una evidencia personal, y, además, mis dientes están carcomidos por la cultura de la costumbre y las buenas maneras. Tal cultura me ha podrido el alma salvaje, la única capaz de elevarse, de trascender, de ver y atrapar la Idea de Bien y comérsela sin dejar nada. «La mayor parte de los seres humanos buscan “escapar de la libertad” instituyendo rutinas”», explicaba Peacock desde su atalaya fundamentada en pensamientos antropológicos brotados de trabajos de campo cuyo estiércol occidental sirvió de abono para hacer crecer impúdicas etnografías con ínfulas de verdad. Yo soy uno de ellos (esta es mi creencia).

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