Cuando Diocleciano instauró la Tetrarquía

Diocleciano (244-311) alcanzó el poder gracias al apoyo del ejército y compartió gobierno imperial con su camarada Maximiano. Fue quien creó el sistema de gobierno conocido como “Tetrarquía” porque estaba convencido de que cada una de las partes principales del Imperio necesitaba una autoridad personal y superior que estuviera apoyada en un segundo dignatario del rango más alto.

Cuando el emperador Diocleciano asume el poder, se encuentra con una serie de problemas básicos (lo que se conoce “Crisis del siglo III”): la incapacidad del gobierno central para mantener la unidad y la estabilidad del Imperio, la inseguridad de las fronteras, la debilidad de la moneda, la ineficiencia del sistema fiscal y la confrontación religiosa.1

La Tetrarquía se instauró en el año 293, siendo “augustos” Diocleciano en el territorio imperial de oriente y Maximiano de occidente, mientras que sus respectivos “césares” eran Galerio y Constancio. Se trataba de una fraternidad basada en una jerarquía mítico-religiosa donde imperaba la “concordia”. Este sistema político confería al Estado una nueva base ideológica donde la figura del emperador dejaba de ser “Princeps” para ser ahora “Dominus” (Señor). La atmósfera sagrada impregnaba la figura del “Dominus” y, por ejemplo, se establecían gestos de sumisión frente al emperador como la “proskýnesis” (literalmente “besando hacia”). Lo que buscaba Diocleciano con la Tetrarquía era la unidad política, asegurando una tranquila sucesión en el poder imperial, esto es, quería evitar luchas dinásticas e intentos de usurpación. Estaba estipulado que a los veinte años los “augustos” debían abdicar y ceder el poder a sus “césares”, y estos últimos, a su vez, ya siendo “augustos”, debían nombrar sus correspondientes “césares”. La Tetrarquía funcionó relativamente bien durante los veinte años en que Diocleciano y Maximiano fueron los “augustos”, pero cuando llegó la hora de la sucesión, las ambiciones personales malograron este sistema.

Diocleciano introdujo una reforma territorial con la que se dobló el número de provincias (100 aprox.), quedando éstas agrupadas en trece diócesis gobernadas cada una de ellas por un vicario que quedaba subordinado a uno de los cuatro prefectos que, bajo la tutela de los emperadores, se encargaban de sus respectivas prefecturas.

A la cabeza de la administración están los prefectos del pretorio, que actúan en nombre de cada uno de los emperadores, como supremas autoridades militares y administrativas.2

Diocleciano también llevó a cabo una reforma militar que supuso que se estableciera una fuerza militar de unos quinientos mil hombres y, además, una reforma tributaria para poder financiar el nuevo sistema de gobierno que se tradujo en una mayor presión impositiva que provocó, al cabo, un profundo malestar al pueblo.

Hay que destacar, también, el Edicto de Precios (“Edictum de Pretiis”) que promulgó Diocleciano en el año 301 con el fin de contener la inflación. Fijó un precio máximo de una larga lista de productos, lo que provocó, finalmente, el surgimiento de un mercado negro que haría fracasar esta medida.

Parece, en todo caso, que esas medidas resultaron desastrosas para la economía. Como los precios autorizados eran demasiado bajos, los comerciantes redujeron drásticamente su actividad […] la producción se redujo. Se recurrió a la venta ilegal y al trueque.3

1Melero, R. L., Breve historia del mundo antiguo, UNED, 2015, p. 429.

2Ibíd., p. 433.

3Ibíd., p. 439.

El siglo III del Imperio romano: superando el tópico «crisis general»

El tópico de la “crisis general” del siglo III del Imperio romano está cargado de errores y falsedades, explica el profesor Salinero, aunque no cabe duda de que el período que va desde la muerte del último Severo (235) hasta la llegada al poder de Diocleciano (284) fue uno de los más confusos y convulsos de Roma1. En este período se produjo un debilitamiento del poder central sobre todos los territorios, lo que provocó una acentuada inestabilidad política unida a oscilaciones en el plano económico desde una perspectiva regional y provincial.

Lamentablemente sólo disponemos de informaciones exiguas sobre este período convulso, pero, a pesar de este inconveniente, está más que claro que es ahora cuando alcanzan el poder numerosos emperadores que, en la mayor parte de los casos, lo logran gracias a los militares de las legiones, lo que les hace, desde luego, muy vulnerables a los frecuentes pronunciamientos de aquéllos.

Debido a la referida inestabilidad política, las galias se independizan durante diez años (Imperium Galliarum) y, también, Palmira. Esta última, Palmira, con Zenobia como regente, se convertirá en un efímero imperio que conquistará Siria, Egipto y la práctica totalidad de Asia Menor. Con todo, el emperador Aureliano pondrá fin a estas “aventuras” independentistas en el año 273, acabando con el “Imperio de las Galias” y destruyendo la ciudad de Palmira.

El Senado, en este período que estamos tratando, queda anulado por el poder militar: son ahora los militares quienes sancionan las sucesiones de los emperadores. Los emperadores, por su parte, tienen una tendencia absolutista que tratan de “proteger” con lo divino –v.g. el fomento del culto al dios Sol (Hélios).

Pero si tenemos que resumir el siglo III del Imperio romano en una frase, tal vez sirva esta: este período significa un momento de transición en que se abandonan los viejos modelos de poder establecidos desde época de Augusto para, así, adoptar nuevos modelos que serán fijados a partir de Diocleciano.

1Cf. Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, pp. 461-465.

Cuando Roma perseguía a los cristianos

En términos generales, el poder romano percibió a los cristianos como seguidores de un sedicioso crucificado al que rendían culto como a un dios. Además, Roma veía como una amenaza que tales seguidores de Cristo rechazaran cualquier otra forma de religión y que, encima, los dioses paganos, esto es, los dioses tradicionales romanos, los consideraran algo así como unos maléficos “daemones”. A todo esto, ¿cómo iba a aceptar el poder romano el cristianismo si los cristianos negaban aceptar el culto político al emperador? Tales consideraciones daban motivos y argumentos al poder romano para que observara el cristianismo como una amenaza a la “pax deorum” (la paz de los dioses), o sea, que se pusiera en peligro la benevolencia de los dioses con Imperio.

Es un error pensar, asevera el profesor Salinero1, que los cristianos estuvieran sometidos a una persecución continua hasta la paz de Constantino. Y es que en el siglo I la cuestión cristiana pasó casi inadvertida a las instituciones romanas y sólo sería, a partir de Nerón, que se producirían persecuciones contra los cristianos de una manera esporádica y local. Pero, desde luego, tenemos seguras informaciones que nos hablan de las grandes y cruentas persecuciones que se iniciaron con Decio (249) y que no cesaron hasta el edicto de Milán (313) impulsado por Constantino, momento en el que se establecería de un modo legal la tolerancia del cristianismo en el Imperio2. De todas las persecuciones, hay que destacar la más larga y cruenta de todas, la que promovió Diocleciano (284-305), quien consideró necesario potenciar la religión tradicional para dar un carácter más sagrado a la tetrarquía, lo que justificaba, según aquél, tomar las medidas necesarias para acabar con la amenaza que suponía el cristianismo para el sistema de poder romano recién “renovado” por el referido emperador.

1Cf. Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, pp. 339-340.

2En el año 313 se produjo la victoria de Constantino contra Majencio en la batalla del puente Milvio. Constantino, el dueño de Occidente, forzó a su colega Licinio (Oriente) a ratificar la tolerancia hacia los cristianos (edicto de Milán del año 313).

Ideología cristiana y cultura grecorromana

La doctrina cristiana chocó con la tradición grecorromana, principalmente en dos aspectos, a saber, la cuestión del dios único y excluyente hecho hombre y crucificado, y, la resurrección de la carne. La religión cristiana nació de la revelación divina y su fundamento “verdadero” no obedecía a la razón ni admitía discusión, concibiéndose a sí misma como superior a cualquier otra religión. La primera reacción pagana ante el cristianismo tuvo lugar con algunos intelectuales en los ss. II-III (Frontón, Celso y Porfirio), quienes alertaban de las incongruencias y las contradicciones de la doctrina cristiana.

Se dieron ciertas concordancias del cristianismo con el neoplatonismo y el estoicismo. Por ejemplo, el neoplatonismo establecía un sistema monista cuya realidad suprema era el Uno, lo que se aproximaba, de algún modo, al monoteísmo y al dios trascendente de la religión cristiana.

A partir del siglo II tuvieron lugar algunos intentos de crear una síntesis entre la filosofía griega y el cristianismo. Uno de los primeros intentos fue el del apologista Justino, quien observaba que la filosofía estoica era perniciosa por su panteísmo y materialismo, pero que ofrecía una ética encomiable –y lo mismo venía a decir del platonismo. En la misma dirección de Justino, avanzaron Clemente y Orígenes. Este último, Orígenes, heredero último del método alegórico utilizado por Filón de Alejandría, desarrolló una compleja obra teológica que muestra una síntesis del cristianismo y la cultura clásica.

Otro pensadores cristianos fueron contrarios a la cultura clásica, lo que no dejaba de ser contradictorio en casos como el de Taciano, un discípulo díscolo de Justino que atacaba la “paideía” griega recurriendo a su formación “clásica”. El apologista Tertuliano, por su parte, rechazó definir el cristianismo conforme a los principios de la razón fundamentados en la tradición clásica.

Los cristianos fueron favorables al sistema sociopolítico romano. Un ejemplo es el que tenemos en Pablo, quien conmina a que…

… todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación.1

La apologética cristiana de los siglos II y III fue sumisa y conformista con la estructura de poder romana e incluso llegó a justificar el sistema de esclavitud que tan vinculado estaba a la referida estructura.

1Rm 13, 1-2.

La figura histórica de Jesús

Son escasas y poco precisas las fuentes no cristianas sobre Jesús de Nazaret. Tenemos en el Nuevo Testamento la principal fuente, y en concreto en los cuatro Evangelios (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) (ca. 70-100 d.C). Estos Evangelios nos muestran la figura idealizada de Jesús de un modo no historiográfico, sino religioso, moralizante y didáctico. Además de los cuatro Evangelios, hay que destacar también los “Hechos de los Apóstoles” y las cartas paulinas.

La vida de Jesús está estrechamente vinculada al grupo apocalíptico dirigido por Juan el Bautista, grupo que exhortaba al pueblo de Israel al arrepentimiento y a prepararse para la inmediata manifestación de Dios. Jesús era en este ambiente apocalíptico un judío con un profundo sentimiento religioso que atraía a muchos seguidores.

Jesús se presentó no sólo como un mesías en el sentido religioso, sino también político: era el mesías que habría de liberar al pueblo judío del yugo romano. Por tanto, desde la vertiente política encontramos a un Jesús cargado de ideología nacionalista que será visto por el Imperio como una amenaza al orden establecido y, por ello, será interrogado y condenado a pena de muerte (crucifixión) conforme al procedimiento legal romano.

Las noticias históricas están teñidas por el pensamiento paulino. Pablo de Tarso creó una corriente de pensamiento que ya era predominante en las primeras comunidades cristianas del siglo I d.C.. Este pensamiento paulino despolitizó y eliminó elementos del Jesús histórico a partir de elementos greco-orientales provenientes de las religiones mistéricas. Dicho en otras palabras, con Pablo la figura de Jesús se despojó del mundo religioso judío y de las reivindicaciones sociopolíticas para que, así, el mensaje cristiano adquiriera un significado “universalista”. De este modo se pasó del Jesús histórico al mito del Cristo de la fe.

Palestina en el cambio de era

Jerusalén fue conquistada por las legiones de Pompeyo Magno y Palestina quedó controlada de modo indirecto por Roma. En el año 37 a.C. Herodes el Grande fue reconocido como rey de Judea, esto es, la región más importante de Palestina. Con Augusto, Palestina pasó a ser provincia romana gobernada por procuradores (v.g. Poncio Pilato).

En tiempos del nacimiento de Jesús de Nazaret, el ambiente social y político de Palestina era muy complejo. El Sanedrín –asamblea que era la institución judía de mayor autoridad– contaba con dos facciones “opuestas” respecto a Roma: la de los saduceos (favorables a Roma) y la de los fariseos (desfavorables a Roma). Por su parte, los “zelotas” formaban un grupo radical cuyo violento nacionalismo ofrecía una resistencia armada contra los romanos.

Todos los grupos judíos compartían una misma esperanza extraída de las Sagradas Escrituras: la llegada triunfal de un mesías (rey) que iba redimir al pueblo de Israel. Los esenios, una comunidad ascética cuyos miembros vivían aislados en el desierto, experimentaron intensamente esta esperanza mesiánica.

Ius est ars boni et aequi

El jurisconsulto Celso definió el derecho del siguiente modo: “ius est ars bonis et aequi” (el derecho es el arte de lo bueno y de lo justo). ¿Qué era un jurista en el mundo romano? Una suerte de sacerdote que rendía culto a la justicia y que era capaz de separar lo justo de lo injusto, lo lícito de lo ilícito.

Los romanos crearon la ciencia del derecho en cuanto instrumento regulador de la convivencia social. Preceptos esenciales del derecho eran: “Vivir honradamente”, “No perjudicar a los demás”, “Dar a cada cual lo que le corresponde”, y otros. Existía en el derecho un fuerte vínculo entre moral y deber cívico y, también, una conexión entre las esferas de lo privado y lo público, esto es, se regulaban las relaciones entre individuos y entre éstos y la sociedad. El derecho nació en el seno de los sacerdotes, o sea, los pontífices.

La lucha por la igualdad política mantenida entre plebeyos y patricios tuvo como resultado la publicidad del derecho para fuese conocido por todos: a mediados del s. V a.C. la Ley de las Doce Tablas fue expuesta en el Foro y se convirtió en la base jurídica durante tres siglos. Se iniciaba, así, un proceso de secularización del derecho, vale decir, pasaba de las manos de los pontífices a las de los juristas.

El derecho clásico sólo se aplicó de un modo “puro” en Roma ciudad, en tanto que el derecho vulgar –mezcla de derecho clásico con costumbres jurídicas– se aplicó en las provincias. Una nueva filosofía del derecho se desarrolló entre los siglos I a.C. y el III d.C. Esta nueva filosofía, que tuvo una fuerte influencia de Aristóteles y de los estoicos, subordinó el derecho clásico a ciertos conceptos éticos (equidad, costumbre, dignidad, etcétera). Uno de los mayores logros del derecho clásico fue el análisis y la regulación de los contratos como instrumentos de intercambio económico.

A partir del siglo III d.C., el derecho romano clásico cedió el paso al derecho vulgar, desapareciendo con ello la labor creadora de los juristas. En época de la tetrarquía, el emperador tenía el monopolio de la elaboración del derecho y, a partir de Constantino, el cristianismo lo marcó profundamente.

Justiniano cerró la evolución del derecho romano (s. VI) con el “Corpus Iuris Civilis”, que estaba formado por:

  • Las «Instituiones» (manual para estudiantes de “derecho”).
  • Las «Digesta» (antología de jurisprudencia clásica).
  • El «Codex» (colección de constituciones imperiales de Adriano hasta el propio Justiniano).

Luego se añadiría:

  • Las «Novellae leges» (nuevas constituciones dictadas por Justiniano y sus inmediatos sucesores).
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