La concepción agustiniana de la filosofía

Se puede afirmar que Agustín de Hipona es el autor de la primera filosofía cristiana. ¿Pero qué era la filosofía para Agustín? Una cuestión de búsqueda interior (en el alma) de Dios. En Dios están los trascendentes y, gracias a una función iluminadora de la fe, es posible alcanzarlos. ¿Alcanzar los trascendentes? Desde el punto de vista del hiponense, Dios está al alcance de la inteligencia.

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Hildegarda de Bingen: la gran filósofa de la Edad Media

Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179) fue la filósofa más influyente de la Edad Media. Fue abadesa del monasterio de Bingen y, tal como señala Ferrer, tras siglos de “olvido”, Hildegarda fue incorporada a la breve lista de Doctoras de la Iglesia. Su pensamiento se caracteriza por la visión divina, el éxtasis, una perspectiva holística del universo que se difundió en el siglo XII y, desde luego, una versión femenina y espiritual del conocimiento…

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Signo (natural, lingüístico, conceptual) según San Agustín

El signo es para San Agustín «[…] toda cosa que, además de la fisonomía que en sí tiene y presenta a nuestros sentidos, hace que nos venga al pensamiento otra cosa distinta»1. El hiponense distingue los signos naturales (v.g. humo => fuego) de los instituidos por los hombres, y centra su atención en estos últimos. Los signos instituidos por los hombres manifiestan los movimientos del alma (sensaciones y pensamientos), es decir, permiten transmitir el pensamiento y, con ello, el acceso al conocimiento humano. De todos los signos, ¿cuáles son los más importantes? Agustín nos dice que la palabra ocupa el primer lugar, esto es, el lenguaje.

Las palabras han logrado ser entre los hombres los signos más principales para dar a conocer todos los pensamientos del alma, siempre que cada uno quiera manifestarlos.2

Con la ayuda de Rincón3 podemos acercarnos al “De Magistro” de Agustín, obra en la que el hiponense desarrolla su concepción de signo y lenguaje y donde plantea los límites de las palabras —signos principales— para conocer las cosas. Agustín señala la impotencia del lenguaje en cuanto conjunto de palabras dotadas de signo y significado para enseñar la verdad. La verdad interior —Maestro divino interior cuya luz ilumina el alma— es la que nos enseña; las palabras sólo nos sirven de estímulo externo. Veamos cómo se da tal estímulo externo y cómo desde la interioridad se accede, si se puede decir así, a la verdad.

El estímulo externo (lenguaje externo) tiene lugar en un proceso lingüístico en que el hablante emite palabras —signos sonoros con significado— y el oyente las recibe —los sonidos afectan al oído y las significaciones la mente. Las palabras están relacionadas con las cosas, es decir, las palabras son signos de cosas —las significan— y cuando la mente piensa tales palabras, entonces esas cosas se presentan a ella. Lo fundamental aquí, desde el punto de vista del hiponense, es que la palabra externa despierta al hombre su atención y orienta su razón hacia el objeto designado —le estimula a indagar. Por tanto, esto último lo podemos relacionar con la pragmática del lenguaje en cuanto a su capacidad transformadora: el lenguaje exterior es capaz de modificar las creencias y actitudes de los oyentes. La referida capacidad transformadora del lenguaje exterior la reconoce Agustín del mismo modo que ya lo habían reconocido Aristóteles, los estoicos y la tradición retórica de la antigüedad.

En cuanto a la interioridad (lenguaje interno), este se desarrolla en las profundidades del alma, justó ahí donde están las huellas del Creador, es decir, los trascendentes que son reconocibles por la memoria, el entendimiento y la voluntad. La enseñanza de la verdad no se realiza a través del lenguaje externo, sino desde la interioridad gracias al “Maestro divino”. Aquí se concentra, en efecto, la interioridad y el iluminismo agustiniano, vale decir, el camino por el cual el hombre puede transitar en dirección a la verdad.

A modo de conclusión, se puede decir que para Agustín el lenguaje externo —palabras que son signos con significado— sirve, principalmente, para comunicar y enseñar a los hombres el modo de acceder a la verdad, a saber, por medio de la indagación interior. Lo más importante del lenguaje externo sería, pues, hacer ver a quienes escuchan que la verdad se encuentra en el alma de cada uno y, en justa consecuencia, en Dios —Alma y Dios, como sabemos, son los temas principales del pensamiento agustiniano, un pensamiento donde la fe es la base de todo. Sintetizando, el lenguaje externo, desde su vertiente pragmática, tiene como misión principal transformar a quien escucha para que llegue a decirse interiormente con radical convencimiento —con inquebrantable fe— aquello que el mismo Agustín decía: “Scire et animam scire cupio” (Soliloquios, I, c.2, n.7).

1Agustín, Sobre la doctrina cristiana, lib. II, cap. I.

2Ibíd., cap. III.

3Rincón González, A. (1992), “Signo y lenguaje en San Agustín: introducción a la lectura del diálogo De magistro. Centro Editorial”, Universidad Nacional de Colombia, Capítulo III, “Sobre el diálogo De magistro de Agustín de Hipona”.

La búsqueda de San Agustín

San Agustín parte de la fe en la Sagrada Escritura como principio necesario para “entender”: “Nisi credideritis, non intelligetis” (Sin haber creído, no entenderéis). Pero, ¿qué hay que “entender”? La verdad que se expresa de este modo: “Vere esse est semper eodem modo esse” (Verdaderamente ser es ser siempre del mismo modo). Por tanto, la verdad está en aquello que es eterno e inmutable, siendo la Verdad en mayúscula Dios en cuanto “ipsum esse” (el ser mismo). Si con Platón el εἶδος es “el ser mismo”, con Agustín “el ser mismo” es Dios, el cual queda identificado, desde la perspectiva agustiniana, con el mundo inteligible del platonismo…

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Interioridad

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Mi comedor (Wassily Kandinsky)

¿Qué había allí afuera?
No lo sabía ni le importaba,
pues su mundo era la interioridad
de una casa cuyo centro de
gravedad se ubicaba en el comedor,
lugar en el que comía y bebía
vida muerta. Se alimentaba de la
muerte y pretendía vivir
deslindándose de una exterioridad
que consumía toda esperanza.

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