Perplejidad ante el tiempo

Foto de Ann Poan en Pexels.com

Decía Sloterdijk en una entrevista hace unos pocos años que hoy no se dan las circunstancias vitales que nos permitan retirarnos y tomar distancia, o sea, que no es posible salirse del tiempo impetuoso de la vida. ¿Será cierta esta observación? No lo sé. Si se me pregunta, simplemente, qué es el tiempo, yo me quedo sin palabras, enmudezco, me sonrojo, me avergüenzo de mí mismo por no saber algo que, a estas alturas de mi tiempo, debería ya saber. ¿Qué es el tiempo?

¿Salirse del tiempo impetuoso? Bueno, mejor reconvertir esta pregunta en algo más simple: ¿Salirse del tiempo? Pero acaso mejor otro tipo de pregunta: ¿Cómo me metí en el tiempo, es decir, cómo es posible haberme metido en algo que desconozco? ¿Pero cuando hablo del tiempo, de qué estoy hablando?

Miro una vieja fotografía, leo una antigua carta, me detengo ante una inscripción milenaria… ¿El tiempo es una sucesión de acontecimientos que, en algunos casos, deja un rastro en el presente? Lo evidente no me deja ver el tiempo, pero tampoco me lo aclara un filósofo o un físico, pues éstos, con sus concepciones del tiempo, lo único que logran es que mi perplejidad crezca.

¿Y si Maimónedes tenía razón? ¿Y si el tiempo fue creado por Dios junto con el resto de las cosas? No tengo la suficiente fe para dejarme guiar por un pensador cuyo Dios nunca estuvo antes de la Creación en la medida en que hacer uso del tiempo para referirnos a Él es, a juicio del mencionado pensador, absurdo, o dicho a mi manera, idiota. Sea como fuere, con Dios o sin Dios, mi perplejidad ante el tiempo es radical1.

1Quisiera dejar constancia de una cosa: escribo este tipo de “reflexiones” no sólo para darme cuenta, si tengo suerte, de lo mal que escribo, sino también, lo mal que desarrollo mi pensamiento. Lector, sea magnánimo conmigo, pues estas palabras que usted acaba de leer con infinita paciencia son sólo, por decir así, un ejercicio ascético.

Una lectura del «Protágoras» de Platón.

El joven Hipócrates acude entusiasmado a Sócrates para decirle que Protágoras está en la ciudad y que quiere recibir sus enseñanzas. Sócrates, al escuchar el deseo de Hipócrates le dice no sin cierta ironía: «pues bien, ¡por Zeus!, si le das dinero y le convences, también a ti te hará sabio»…

Suscríbete para seguir leyendo

Conviértete en un suscriptor de pago para obtener acceso al contenido íntegro de esta entrada y demás contenido exclusivo.

¿Por qué la vida piensa?

¿Tiene algún sentido preguntarme por qué pienso? Diciéndolo de un modo cartesiano, lo evidente es que pienso, siendo evidente también -aquí ya no incluyo a Descartes- que no sé por qué pienso. Cuando me hago esta pregunta, no la dirijo a ese mundo científico que, haciendo una “radiografía” en términos empíricos, me dará una solvente y razonable explicación limitada, demasiado limitada. Yo quiero algo más, pues me siento en este momento tocado por el deseo filosófico, un deso que me ha de llevar más allá de la experiencia posible. Por tanto, voy a la filosofía para encarar la pregunta aquí expuesta.

Decía Nietzsche que la vida nos fuerza a poner valores, y que ésta «valora a través de nosotros cuando ponemos valores»1. Por tanto, si concedo plausibilidad a la suposición nietzschena, podría estar legitimado para suponer que yo pienso porque la vida me fuerza a hacerlo, y que esta vida, por expresarlo de alguna forma, piensa a través de mí… y a través de todos nosotros.

Pero esta suerte de respuesta desplegada a partir del universo nietzscheano no es sino un responder a una pregunta con otra pregunta, a saber: ¿Por qué la vida piensa? Pudiera ser que este tipo de preguntas, en sí mismas sólo nos reservaran una insondable concatenación de preguntas, o lo que es lo mismo, una especulación cuya línea de horizonte nunca somos capaces de alcanzar. He aquí el pensamiento metafísico, un pensamiento que no resuelve, esto es, no ofrece respuestas verdaderas salvo para aquellos que dogmáticamente las aceptan.

“¿Por qué la vida piensa?” es una pregunta que, a mi juicio, se puede encontrar en aquella nube de preguntas en la que habita aquella otra que enunció Heidegger en 1929 al final de una conferencia titulada ¿Qué es metafísica?: «Por qué hay ente y no más bien nada»2. A lo mejor, una pregunta como “¿Por qué la vida piensa?” no es sino un “falso” problema planteado por un pensamiento que juega consigo mismo. En efecto, un juego como tantos otros que plantean “falsos” problemas para ejercitar el pensar. Dicen que los niños juegan, y que este “jugar” infantil lleva consigo una suerte de “preparación” que ha de servir, de un modo u otro, para enfrentarse a ese “serio” juego que se llama vida. Cuando nos enfrentamos a problemas metafísicos, somos, por decir así, esos niños que juegan y que, al mismo tiempo, se ejercitan para enfrentarse a las exigencias de una vida… una vida que piensa. ¿Por qué la vida piensa? En las trincheras filosóficas sólo hay soldados vencidos. Y siendo la filosofía tan orgullosa, en vez de decir que no hay respuesta a la mano, prefiere alzar el mentón y responder: Aquí lo que realmente importa es la pregunta.

1Nietzsche, 2013.

2Arendt, 2002.

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar