San Agustín refutó al escepticismo de los académicos porque para él era evidente la existencia de verdades permanentes e inmutables. Aquellos escépticos sostenían que nada puede percibirse y que a ninguna cosa se debe prestar asenso, pero el de Hipona afirmó que en nuestra mente descubrimos verdades necesarias e inmutables como por ejemplo las de las matemáticas. Estas verdades tienen su origen, aseveró San Agustín, en Dios. Por tanto, tales verdades trascienden la mente humana, pues en realidad se encuentran en la mente de Dios. La mente humana, en fin, no las percibe directamente, sino por medio de la iluminación.
Agustín entra en combate filosófico con el pensamiento de los escépticos de la Nueva Academia
1. Estos escépticos aseveran que no es posible hacerse con la verdad y que la vida moral debe guiarse por lo probable. El hiponense quiere demostrar que hay verdades indiscutibles que se pueden alcanzar y que la postura probabilista de aquéllos resulta inmoral. Hay para Agustín verdades que no se pueden poner en duda, como por ejemplo el principio de no contradicción. Son verdades que la razón capta de un modo puro, es decir, sin la participación de los sentidos. Por tanto, son verdades que pertenecen al mundo inteligible. Sólo se puede negar una cosa si existe una noción previa de ésta. La pregunta es entonces la siguiente: ¿de dónde procede esa noción? El de Hipona se remite a una iluminación del alma que queda deslindada de la teoría platónica de la reminiscencia.2
Es decir, de un modo similar al Bien de Platón, Dios ilumina la mente humana para que sea capaz de captar las referidas verdades necesarias e inmutables.
Hemos hecho referencia a las verdades que trascienden la mente humana, pero también tenemos que referirnos a la trascendencia de la memoria humana. San Agustín nos explica en Confesiones que el deseo de felicidad es común a todos los seres humanos, por lo que se trata, por decir así, de un deseo universal de cuño antropológico. ¿Pero qué es exactamente el deseo de felicidad a juicio del de Hipona? Una manifestación de nuestro recuerdo de Dios: si deseamos ser felices es porque deseamos a Dios. Ahora bien, en esta vida terrenal el deseo de felicidad nunca queda saciado. Y es que ninguno de los bienes terrenales puede colmar el mencionado deseo. Es un hecho para el de Hipona que todos los seres humanos tienen un deseo de felicidad absoluta que ninguno de ellos ha experimentado. Entonces, ¿de dónde surge este deseo de felicidad absoluta? Nos acordamos de Dios, del que procedemos y del que llevamos su impronta. Por ello la memoria humana va más allá de ella misma para encontrarse con Dios.
¿Qué haré, pues, oh vida mía verdadera, Dios mio? ¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima?3
Todo lo anterior, pues, hace referencia a una manera de acceder a Dios por medio de la racionalidad o, si se prefiere, la inteligencia. La inteligencia, postuló San Agustín, antecede a la fe en la medida en que el ser humano es racional. Siendo racional, debe utilizar su inteligencia para llegar al principio de las cosas y en esto, en efecto, consiste la filosofía. Pero la razón no puede dar cuenta de todas las cosas, por ejemplo explicar y comprender el misterio de la Trinidad. Entonces deben trabajar conjuntamente, por decir así, la inteligencia y la fe, o sea, la filosofía y la religión para alcanzar una explicación comprensible de Dios.
1«Con la Nueva Academia, Arcesilao y Carnéades nos ofrecen un escepticismo moderado apuntando a un conocimiento probable: “es muy plausible que la mayoría de las representaciones de los sentidos que nos parecen verdaderos también sean en verdad.” Esta probabilidad es suficiente para orientarse en la vida práctica. Y es que para orientarse en la vida no hacen falta certezas: “es suficiente con asentir aquello que dadas las circunstancias parezca más plausible.”» (Moa, 2021(d), pp. 70-71).
2Moa, 2022 (e), pp. 43-44.
3San Agustín, Confesiones, X, XVII, 26. Apud Lázaro, 2018, p. 84.