ἐγώ εἰμι βάρβαρος, ἀλλὰ καὶ Ἕλλην εἰμί.
Yo soy bárbaro, pero también griego.
ἐγώ εἰμι βάρβαρος, ἀλλὰ καὶ Ἕλλην εἰμί.
Yo soy bárbaro, pero también griego.
Tras la muerte de Justiniano, la imposibilidad de retener los territorios reconquistados es una evidencia. Sus sucesores van a perder, en efecto, tales territorios, a pesar de figuras tan potentes como la de Heraclio, quien será derrotado en el “desastre” de Yermuck en el año 636.
En el siglo XII el Imperio bizantino estaba en decadencia. Los caballeros occidentales en Tierra Santa se habían convertido en la única fuerza capaz de “frenar” el poder musulmán. Pero esa capacidad se había ido debilitando cruzada tras cruzada. Si con la tercera cruzada los cristianos ya daban por perdida Jerusalén de manera definitiva, con la cuarta se produjo un hecho absolutamente contrario, por decir así, a las esencias del “concepto” de cruzada, a saber, la toma de Constantinopla (1204) por parte de los cruzados. Balduino (conde de Flandes) fue coronado emperador y gran parte de Grecia se repartió en principados feudales y factorías mercantiles. Con todo, la autoridad de los emperadores latinos no fue más allá de los límites de la capital.
En tanto los latinos se hacían con Constantinopla, diversas familias bizantinas habían creado estados independientes en el Epiro, Trebisonda y Nicea. Desde Nicea se produjo la reacción contra el Imperio latino (1261). Esta reacción hizo que la dinastía de los Paleólogos se hiciera finalmente con Constantinopla. Esta dinastía sería la última del Imperio bizantino.
Ante la expansión de los turcos, a finales del siglo XIII el Imperio bizantino daba prácticamente por perdida Asia Menor. Y también se podía dar por perdida toda esperanza de reunificar el poder de Roma y de Constantinopla.
La progresión del poder que Alejandro (356-323) se podría dividir en tres etapas1:
La consolidación del poder de Alejandro está marcado por el ímpetu pasional heredado de su madre y la audacia calculadora de padre y, naturalmente, por una educación aristotélica que forja su sentido de justicia e imparcialidad. Tras heredar el trono de Macedonia no duda en aplicar toda la fuerza militar, como es en el caso de la rebelión tebana donde la pólis será arrasada. Recuperando el proyecto de su padre Filipo II, Alejandro con veintidós años inicia una campaña expansionista en oriente. Su ejército no es muy numeroso, pero es fiel; además, está acompañado por un grupo de intelectuales que darán cuenta de los nuevos territorios conquistados. Alejandro logra cohesionar los intereses dispares de sus hombres con el proyecto expansionista que mira a oriente. Las primeras victorias se producen en Asia Menor. En el año 334 a.C. tiene lugar la batalla de Issos donde Darío III se ve derrotado y huye2. Palestina y Fenicia son conquistadas y, tras ellas, Egipto con el apoyo de los sacerdotes hostiles al dominio persa3. El rey macedonio es declarado faraón y, en justa consecuencia, sus conquistas adquieren un carácter sagrado. Alejandro adopta las formas y comportamientos orientales de acuerdo con las costumbres de los pueblos que conquista.
En la decisiva victoria de Gaugamela4 –localidad situada en el alto Tigris– en el año 331 a.C. el ejército griego vence y Darío III vuelve a huir. Las capitales persas se rinden y Alejandro, en justa consecuencia, se hace con el Imperio persa. Para consolidar el dominio de los territorios conquistados, Alejandro acepta la oriental costumbre de que se le haga culto a su persona y, al mismo tiempo, a los pueblos vencidos les hace copartícipes de la administración del imperio supranacional que está construyendo. Para forjar la unión de diferentes pueblos y costumbres, el conquistador macedonio lleva a cabo una política de uniones matrimoniales entre griegos y bárbaros5. El propio Alejandro se casa con una princesa oriental llamada Roxana.
Pero después de haber conquistado lo que había sido hasta entonces el Imperio persa, Alejandro todavía tiene el deseo de conquistar nuevos territorios, y así lleva a cabo una expedición a la India, llegando a las fuentes del río Indo. Pero el ejército que le acompaña está exhausto y se niega a continuar. Contra su voluntad, Alejandro acepta acabar ahí la aventura india y regresar a Babilonia, donde morirá por malaria en el año 323 a.C..
1Cf. Salinero, R. G., Manual de iniciación a la historia antigua, Editorial UNED, 2022, pp. 242-243.
2Momento que queda reflejado en el famoso “Mosaico de Issos”
3Alejandro funda la ciudad portuaria que lleva su nombre en el Delta del Nilo que, en términos comerciales y culturales, podría equipararse a la Atenas de Pericles.
4Resulta muy recomendable la exposición “La batalla de Gaugamela” realizada por Adolfo Domínguez Monedero en la fundación Juan March el 1 de febrero de 2021.
5Alejandro rompe con los esquemas tradicionales griegos que señalan a los bárbaros como conjunto de pueblos “inferiores”. De hecho, Aristóteles, maestro de Alejandro, consideraba absurda una fusión entre helenos y persas en un plano de igualdad.
Aquel Solón sin ser demócrata sentó las bases de una democracia. Aquel poeta no dejó contento a nadie, pero legisló para bien de muchos. Dejar satisfecho a todo el mundo: qué absurda aspiración. Ese poeta se hizo legislador: dejó por un rato la ley que rige el verso y se dedicó a la ley que rige a los hombres. Pudo ser tirano pero optó por la justicia en cuanto a equilibrio entre privilegiados y desfavorecidos. A partir de aquel día, en el año 594 a.C., importantes cambios se iban a suceder en Atenas gracias a un poeta elegido como arconte. Decía Heráclito algo como que οἱ πολλοὶ κακοί, ὀλίγοι δὲ ἀγαθοί1. Solón debió ser uno de esos ἀγαθοί, pues ¿quiénes son capaces de tomar en sus manos el rayo del λόγος y dejar constancia escrita de una justicia que quiere medida y rechaza el exceso? Sólo unos pocos son capaces de escuchar el universal λόγος y redactar según éste una ley para la πόλις. Lo que hace un solo hombre no lo hacen diez mil, ¿os dais cuenta? Εἶς ἐμοὶ μύριοι, ἐὰν ἄριστος ᾖ2.
1“Muchos los malos, pocos los buenos”. Se puede leer esta frase en (B104).
2“Uno para mí diez mil, si es el mejor” (Heráclito, B49).
Decía Heráclito que “es común a todos el pensar” (B.113), lo que tiene mucho que ver con “lo mismo es ser y pensar” (B.3) de Parménides. Queda claro que ya desde los antiguos griegos se ha considerado que el ser humano queda “definido” por su pensar. Nos definimos por nuestro pensar en el sentido de que con él nos constituimos en nuestro modo de ser. Tan importante resulta el pensar para el ser humano que no pude evitar el ponerme a reflexionar sobre él: esto fue lo que me motivó a realizar el presente estudio (una indagación personal en el fondo). Cuando en el prólogo (de esto ya hace más de medio año) me puse a pensar el “pensar”, no caí en la cuenta que eso era lo mismo que pensar en el ser humano y, desde luego, en mí mismo. En aquel momento supuse que el pensar era una experiencia. ¿Y cómo iba suponer que el pensar estaba deslindado de la experiencia del individuo? Hay cosas que no necesitan demostración alguna (como bien apunta Aristóteles) y que el pensar es una experiencia que “vive” en cada individuo es una de ellas.
El pensar me pareció al principio una experiencia llena de trampas, y me lo sigue pareciendo ahora (incluso más que antes). De hecho, después de haber visitado a Albert Camus y Hannah Arendt, constato que el pensar es peligroso (el pensar te mina). ¡No es que haya pensamientos peligrosos, «el mismo pensar lo es»1. Tal constatación hace que allí donde Kant escriba Selbstdenken2 yo lea “ser peligroso”. Pero ser peligroso a causa del pensar es un riesgo que hay que correr si uno quiere ser (humano) y no una suerte de ente que se deja llevar por las habladurías, el das Man heideggeriano. Con todo, debe aceptarse, por decir así, que el pensar, al ser una carga explosiva cuyo peligro resulta contingente, nos hace sentir inseguros (por muchas precauciones que podamos tomar). Sólo un “loco” puede sentirse seguro con su pensar. Alguien que sea consciente del peligro que lleva entre ceja y ceja podrá decir: ¡Yo soy dinamita!3
El pensar, tal como se ha dicho, nos constituye. Sí, nos constituye y nos hace intérpretes de un mundo (una realidad) del que participamos. Y es que el pensar nos hace estar despiertos a un mundo que queremos comprender (por la cuenta que nos trae). Y en este querer comprender buscamos la verdad de las cosas. Deseamos y necesitamos verdades (el pensar solicita manejar verdades), esto es, el ser humano quiere mover la cabeza y contemplar el mundo diciendo: esto es verdad. Pero hemos visto que la verdad no es sino un producto de nuestro pensar, y como elaboración del pensamiento, tenemos frente a nosotros (o en nosotros) disparidad de verdades (concepciones). La cuestión de la verdad, tal como exponía Heidegger, se encuentra íntimamente ligada al problemático ser (humano). Habiendo revisado en el presente ensayo algunas concepciones de verdad (verdad-correspondencia, verdad pragmática, etcétera), al cabo uno puede entender que la verdad pertenece al ámbito del pensamiento en tanto que la realidad (eso sobre lo que queremos decretar la verdad) sólo puede ser interpretada. Ya sé que esto último es muy nietzscheano y que con lo recién dicho no se está diciendo ninguna verdad “en concreto”. No importa. La verdad es responsabilidad de cada uno, pues cada cual con su conciencia como último juez determina qué es verdad y qué no.
Para terminar con este épilogo, diré que el presente trabajo me ha servido para darme cuenta de que el pensar es siempre algo incompleto, algo inacabado, por lo que no debería sentirme incómodo al considerar que lo aquí expuesto queda sin acabar. De hecho, un trabajo sobre el pensar nunca tiene fin si uno lo considera seriamente, pues nos encontramos ante un objeto cuyo arjé (para decirlo a la manera presocrática) es el “repensar”. El pensar no fija límites, es una suerte de ápeiron de Anaximandro del que surgen determinaciones que quedan plasmadas en un logos, en un discurso, en unas palabras, en un lenguaje, etcétera. Con todo, que el pensar no fije límites, no quiere decir que no esté limitado: su límite es una estructura orgánica, su hogar, el ser humano.
Agradezco al lector su visita y le pido disculpas por no haber dejado acabado este pensar.
1Cf. nota 240.
2Pensar por uno mismo.
3“Yo no soy un hombre, soy dinamita” (Nietzsche, 2017).
El ventilador me dice que no, no, no… con su redonda cabeza enrejada cuyas aspas son lenguas monótonas incapaces de articular palabra alguna. Un gesto es suficiente para entender lo que ningún discurso con logos es capaz de expresar. Y la cerveza se calentó en mi mano mientras la espera enfrió mi esperanza. Este sudor es un obstinado recordatorio: no soy sino un animal que transpira. Pero no es éste suficiente castigo. Además está la memoria, ese incordio que trae a mi presencia lo que uno quiere olvidar. La memoria es capaz de destruir el futuro desde el pasado. El «conócete a ti mismo» sólo tiene sentido si quieres odiarte hasta lo intolerable. Quitarte de en medio es una posibilidad cuando tal odio coge cuerpo en tu conciencia. Pero no hay que hacer tanto caso a esos antiguos griegos enfermos de sabiduría lacónica.
Ahí está el ventilador con su repetitivo no, no, no… Me escuecen los ojos y me duele la sangre que me concede un momento más de dolor. Si al menos pudiera demostrar lo que digo… Pero no, no hay forma de saber cuánta verdad hay en una demostración por la sencilla razón de que cada uno de nosotros amamos incondicionalmente nuestras enquistadas verdades. Podría intentar hacer una demostración si yo fuese un sacerdote de la lógica, pero yo me deslindo de la dictadura con un espíritu suicida que se cree libre. No, no, no…, insiste el ventilador mientras yo me autoexploto intelectualmente hablando a través de un pensamiento convertido en un patológico tachar, un permanente repensar que me hunde en una melancolía cuyo fondo es un sin-fondo por el que caigo durante la vigilia y el sueño.
Desprecio a los antiguos griegos, pero también los amo, pues mi pensar tiene algo de ellos, esto es, mi pensar camina por los senderos que ellos abrieron. Digo que los desprecio porque mi pensar ha heredado un modo de ver que me ciega. Y no puedo salir de esta ceguera porque desconozco el modo de hacerlo. No, no, no…, niega el ventilador sin saber qué niega. Tan parecido soy yo a este armatoste con aspas.
Cuando focalizo mi pensar en mi pensar, de algún modo estoy haciendo aquello que Heráclito afirmaba haber hecho: «me he buscado a mí mismo» (B.101), toda vez que esta actividad introspectiva en la que estoy sumergido consiste en una suerte de buscar “objetos” inteligibles que danzan dentro de mí, o sea, en mi mente (o en mi cerebro). Por tanto, no estoy haciendo otra cosa que seguir aquella máxima délfica del templo del Monte Parnaso que rezaba «conócete a ti mismo»1 y que representa algo así como «el perdurable interrogante de lo que somos y dónde estamos»2. En efecto, indagar mi pensamiento significa indagar quién soy y dónde estoy. Y por ahora sólo puedo decir que soy alguien que indaga su pensar desde un lugar llamado intuición.
Kant, en su prólogo de la Crítica de la razón pura, sostiene que en su propósito de ocuparse del pensar puro no ha de buscar muy lejos su conocimiento detallado, pues éste se encuentra en él mismo (en Kant). En mi caso tampoco tengo que ir muy lejos a la hora de realizar mi estudio, pues el objeto sobre el que pongo la “lupa” es mi propio pensamiento. Con todo, a pesar de que mi pensamiento se encuentra “a tan poca distancia de mí”, lo veo, por decir así, como un extraño. A veces las cosas que tenemos más próximas son las menos conocemos.
Y a propósito de Kant y su Crítica, el filósofo alemán nos explica: me propongo saber «cuanto puedo esperar alcanzar con ella [con la razón], si se me quita toda materia y ayuda de la experiencia»3. Estas palabras me hacen suponer que a priori estoy descartando cualquier pensamiento puro en mi pensar en la medida en que mantengo la afirmación que ya dije al inicio: «sospecho que pensar es una experiencia»4. En efecto, mi posición choca, si se puede decir de esta manera, con el edificio filosófico kantiano. Provisionalmente diré que el pensamiento puro es la pura mentira. He dicho “provisionalmente” porque me encuentro en una fase inicial de un estudio que no sé a dónde me va a llevar. Soy, en definitiva, alguien que camina sobre la cuerda floja de la intuición.
1Teresa Oñate (Oñate, 2004) nos explica que este templo de adivinación fue consagrado al dios Apolo. Pero, ¿quién realizó tal consagración? En el Protágoras de Platón podemos leer: Los siete sabios «[…] consagraron a Apolo en el templo de Delfos, una primicia de su sabiduría, grabando aquellas palabras que todos celebran: conócete a ti mismo y nada en exceso… esta era la forma de la filosofía de los antiguos: una concisión lacónica». Delfos fue el centro de la sabiduría griega y, con ello, algo así como el centro del “mundo” en la medida en que, tal como comenta Agatémeros: «los antiguos imaginaban redonda la tierra habitada, con Grecia en el centro, y Delfos en el centro de Grecia». Por ello podemos decir, “a la manera griega”, que la sabiduría de los límites se situó en el centro mismo del mundo, es decir, en el santuario de Delfos.
2Escohotado, 2017 (b).
3Kant, 2002.
4Esta suposición está expresada en el prólogo de la presente obra.
En sus meditaciones metafísicas Descartes se propuso dejar a un lado todo aquello de lo que pudiera albergar alguna duda. Tenía el filósofo francés el propósito de encontrar «algo que fuera enteramente indudable»1, y lo que consideró indudable no fue otra cosa que el pensar. Y a raíz de este hallazgo, Descartes estableció como el primer principio firme y seguro de la filosofía el «yo pienso». Sea como fuere, ¿qué es para mí pensar? Aquí yo no busco ningún principio (ni último) ni tampoco fundamentar ninguna clase de sistema. Lo que me propongo es algo así como una filosofía en minúsculas, una filosofía que me compete a mí como sujeto que piensa su pensar. Y siendo este discurrir una filosofía en minúsculas, queda descartada cualquier aspiración que apunte a un estudio sistemático de pensar (mi pensar). Estoy en el terreno de la intuición, una intuición que, tal como dije antes, sospecha que el pensar es una experiencia (mi pensar es mi experiencia). Por lo pronto, me he dado cuenta de que cuando me pongo a pensar mi pensar rompo, por decir así, esa cotidianidad que obstinadamente se dedica a ocultarme mi propio pensar. Es decir, este discurso es una rotura (o distanciamiento) con la cotidianidad del pensar (mi pensar).
Pienso mi pensar. Y al pensar mi pensar lo transcribo tan bien como sé en estas palabras. Ya lo dije en otro momento: abuso de la primera persona. Pero esto no es una cuestión arbitraria, sino la consecuencia de mi pensar. En efecto, cuando pienso se despliega en mi interior una suerte de diálogo conmigo mismo, un diálogo que a veces llega a pasar el vallar de mis dientes. Pero, ¿puedo decir que esto que estoy describiendo es en verdad mi pensar? Pudiera pasar que estuviera yo secuestrado por un impersonal «se» que me estuviera desorientando. Por el momento, puedo decir -a riesgo de estar equivocado- que mi pensar se asemeja a un diálogo con mi propio yo, o, expresándolo de otra manera, mi pensar es un relato que mora en mi ser y que entra y sale de habitaciones extrañas unas y conocidas las otras, que pone esto aquí y deja aquello allá, que recorre lugares frecuentados y olvida espacios indeseados, que moldea artesanalmente figuras vaporosas (tomando algunas de ellas incluso vida propia), etcétera.
Todo esto es muy vago. Lo sé. Tengo la sensación de perderme, pero acaso sea necesario perderse para encontrar respuestas. ¿Estoy perdiendo el tiempo? Pudiera ser que sí. Pero, con franqueza, ¿alguien de verdad piensa que no pierde el tiempo? En el fondo del existir mismo sólo hay pérdida de tiempo. Otra cosa es cómo lo pierde cada uno. En mi caso lo estoy perdiendo aquí, en este relato que es una cascada de palabras que tal vez son leídas por alguien que se encuentra en una situación parecida a la mía… ¿quién sabe?
Tengo la voluntad de conocer mi pensar, y tal voluntad me hace mirar atrás, allí donde están los griegos, pues ellos no sólo quisieron conocer, sino que además, tuvieron conocimiento: «El conocimiento fue, para los griegos, el máximo valor de la vida»2. Aquellos griegos asociaban la idea de ser sabio con ser prudente (φρόνησις). Allí nació la filosofía «como racionalidad de la phrónesis hermenéutica del comprender (phrónein) […]»3, siendo phrónein, además, el término griego tradicional que se utilizaba para designar el pensar justo. Teniendo en cuenta esta perspectiva griega, puedo llegar a suponer que el pensar mío que se piensa a sí mismo lo que hace es interpretarse con el ánimo de comprenderse. Digamos que tengo por delante una tarea de interpretación de mi pensamiento, un pensamiento que va y viene, que aparece y desaparece, que se pierde y se encuentra, que nace y muere.
1Descartes, 2008.
2Oñate, 2004.
3Ibíd.