La contribución de Platón y Aristóteles a la matemática

Coincidencias y diferencias entre Platón y Aristóteles

Se puede decir que Platón y Aristóteles no realizaron grandes contribuciones a la matemática, pero sí que tuvieron una gran influencia en su desarrollo.

Platón convirtió el quadrivium pitagórico (aritmética, geometría, astronomía y música) en un elemento básico de la enseñanza en la Academia. Formó en torno suyo la mayor escuela de matemáticas de la primera mitad del siglo IV.

De hecho, compartieran plenamente o no el esquema platónico, en la Academia participaron matemáticos notables como Teeteto, que demostró que solo hay cinco sólidos regulares. Eudoxo, discípulo de Arquitas, autor de la teoría de las proporciones y de la primera teoría matemática del movimiento celeste; Menecmo, el primero que trató las cónicas; o Heráclides Póntico, platónico y pitagórico que atribuyó a la Tierra la rotación diaria y compuso la naturaleza a base de vacío y átomos pasivos movidos por el principio activo de la inteligencia divina. Por todo ello, se señaló que Platón dirigía o al menos plateaba problemas a los matemáticos.1

El filósofo ateniense estableció numerosos criterios de rigor que debía tener una prueba matemática y señaló la supremacía de la geometría sobre la aritmética. Además, hizo de la matemática un elemento clave de su cosmovisión y herramienta pedagógica para acceder al conocimiento real de las Formas.

El conocimiento es posible porque el Demiurgo que ordenó el caos se sirvió de armonías y razones matemáticas, lo cual explica asimismo que se pueda estudiar matemáticamente la naturaleza, ya que está regida por ellas. […] Entre los objetos sensibles y los inteligibles están los matemáticos como escalón intermedio, cuya función pedagógica es crear un estado mental entre la opinión derivada de los sentidos y el conocimiento real de las Formas, facilitando el acceso a este mediante la dialéctica.2

Con Platón la matemática se convirtió en un asunto esencial para quien quisiera dedicarse a la filosofía en la Academia. La tradición habla de una inscripción que figuraba en la entrada de la Academia que rezaba:

ἀγεωμέτρητος μηδεὶς εἰσίτω.

Nadie ignorante en geometría entre aquí.

Aristóteles, por su parte, no daba primacía ontológica a los entes matemáticos, pero consideró a la matemática como un paradigma del conocimiento científico, y estableció el ideal del conocimiento demostrativo en los Analíticos Posteriores. A juicio del estagirita, todo conocimiento debía ser demostrado mediante silogismos a partir de definiciones y primeros principios, esto es, verdades evidentes por sí mismas. También admitió la demostración por reducción al absurdo, pero la consideró inferior a la demostración directa porque aquélla no muestra el por qué de lo demostrado. El conocimiento matemático sería considerado por Aristóteles, por lo menos así lo podemos interpretar en ciertos momentos de su obra, como el más cierto porque es conocimiento de las formas sin materia. De este modo, pues, el resto de las ciencias serían intrínsecamente más imprecisas que la matemática en la medida en que aquéllas estarían sometidas a las imprecisiones causadas por unos objetos cuya materia –factor de imprecisión– es inseparable de la forma. Pero esta imprecisión, fuese como fuese, tendría que ser asumida para dar cuenta de la naturaleza:

Pero siendo tan importantes como modelo de conocimiento necesario, las matemáticas no lo son todo. En efecto, los objetos de las matemáticas son formas abstraídas intelectualmente de la materia en la que se dan por necesidad; pero una vez abstraídas de la materia (los cilindros, al margen de que den forma al metal de una moneda o a la piedra de una columna), carecen de potencia y no son susceptibles de cambio, que es lo esencial de la naturaleza. «La minuciosa exactitud de las matemáticas no puede exigirse siempre, sino tan solo en el caso de las cosas que no tienen materia, y es de suponer que la naturaleza tiene materia.» (Metafísica, 995a, 15-20)3

1Solís, C., Sellés, M., Historia de la ciencia, Espasa, 2021, p. 81.

2Ibíd., pp. 80-81.

3Ibíd., pp. 99.

Teorema de Pitágoras y los números irracionales

No queda claro que Pitágoras hiciera contribuciones significativas a las matemáticas, pues lo que se cuenta de este pensador inicial griego es bastante legendario. Podríamos hablar de las matemáticas pitagóricas como un conjunto de teoremas demostrados por algunos de sus seguidores, unas matemáticas impregnadas de una visión mística de la realidad donde el número es su principio último…

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Kant: el imperativo categórico queda envuelto en el misterio

«El concepto de libertad es clave para explicar la autonomía de la voluntad», asevera Kant. «La voluntad es un tipo de causalidad de los seres vivos en tanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad para poder ser eficiente independientemente de causas ajenas que la determina […]» Una voluntad libre y una voluntad bajo leyes morales «son exactamente lo mismo.» El de Köningsberg reconoce que no ha demostrado la realidad de la libertad, toda vez que se presupone en cuanto idea. Por tanto, se presupone la autonomía de la voluntad. Las ideas son productos de la razón y pertenecen al mundo inteligible. Siendo la libertad una idea, un producto de la razón, en cuanto noúmeno no se puede demostrar. Con todo, a pesar de esta radical limitación cognoscitiva, Kant defiende que el hombre «[…] nunca puede pensar la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de libertad […]»

El hombre se ve a sí mismo desde dos perspectivas: Desde un mundo sensible sometido a la naturaleza –heteronomía– y desde un mundo inteligible donde imperan leyes no empíricas –no están sometidas a la naturaleza– fundamentadas en la razón. A este mundo inteligible pertenece la libertad, y ella es la única que posibilita la moralidad: «[…] cuando nos pensamos como libres, nos trasladamos al mundo inteligible como miembros de él y reconocemos la autonomía de la voluntad, junto a su corolario, que es la moralidad […]» En definitiva, para la moral se requiere autonomía de voluntad, y para tal autonomía se necesita libertad, y ésta, como ya se ha dicho, pertenece al mundo inteligible y, en justa consecuencia, siendo una idea, la libertad no se puede demostrar. En definitiva: la moralidad kantiana es una suposición indemostrable que arranca de la razón pura.

¿Cómo es posible un imperativo categórico?

Para el ser racional la voluntad es su causalidad. Se trata de una voluntad autónoma que se autolegisla a través de unas leyes surgidas del mundo inteligible. «Todos los hombres se piensan libres con arreglo a su voluntad […] el sendero de la libertad constituye la única senda sobre la que resulta posible valerse de la propia razón en nuestro hacer y dejar de hacer […]» El ser racional, por tanto, experimenta la tensión entre la necesidad natural –mundo sensible regido por leyes naturales– y la libertad –mundo inteligible– en la medida en que se piensa libre. El único modo de adentrarse en el mundo inteligible, en efecto, es a través del pensar.

La razón no puede dar cuenta de cómo puede ser práctica la razón pura del mismo modo que no puede explicar cómo es posible la libertad: «la libertad jamás puede ser concebida ni tampoco comprendida.» La cuestión aquí es que la mera idea de libertad no puede ser probada como real desde la experiencia. Por eso nos dice el de Köningsberg que «[…] y no queda nada salvo la apología [de la existencia de la libertad].»

Claro está que existe lo que se puede llamar un sentimiento moral, esto es, «[…] el efecto subjetivo que la ley ejerce sobre la voluntad […]» El debe ser lo prescribe la razón. Para quererlo «[…] a la razón le hace falta sin duda una capacidad de infundir un sentimiento de placer […] en el cumplimiento del deber.» Y este efecto no se encuentra sino en el mundo de la experiencia. Pero este sentimiento moral no nos sirve para demostrar o explicar cómo es posible el imperativo categórico.

No se puede saber cómo es posible el imperativo categórico: «[…] la explicación de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley, o sea, la moralidad, es totalmente imposible para nosotros los hombres.» Sólo sabemos que surge de la razón, de nuestro auténtico yo: lo inteligible. El imperativo categórico se despliega en la voluntad del ser racional, una voluntad caracterizada por una libertad que carece de explicación. Por todo esto, el imperativo categórico queda, por decir así, envuelto en el misterio.

De la lógica a la verdad del concepto

Para Einstein estaba claro que la Mecánica clásica no era suficiente para describir la física de la naturaleza. Con todo, en esa Mecánica no dejaba de haber cierta verdad: «tiene que poseer un contenido de verdad muy importante, pues da con admirable precisión los movimientos reales de los cuerpos celestes»1. ¿Pero qué era la verdad para el físico? A su juicio, la verdad sólo se podía desplegar en relación con objetos reales “de la naturaleza”, por lo que la lógica, en sí misma (v.g. la utilizada en la geometría de Euclides) no llegaba a tocar la verdad. Einstein, por tanto, se remitía a esa verdad milenaria cuyo origen lo situó Heidegger en el padre de la lógica, esto es, en Aristóteles, una verdad que acabaría definiéndose como la adequatio intellectus et rei.

Por tanto, la lógica, por sí sola, no roza la verdad desde la perspectiva de Einstein. Desde el punto de vista de Heidegger, la lógica es entendida normalmente como «la doctrina del pensar correcto»2, pero el filósofo alemán avisa: «Alguien puede dominar completamente la lógica sin llegar a producir jamás un pensamiento verdadero»3. El físico y el filósofo nos plantean, en resumidas cuentas, la imposibilidad de acceder a la verdad si no es a través de una relación entre nuestro pensamiento lógico y la “lógica” de las cosas: adequatio intellectus et rei. Y a raíz de esta necesidad de unión «en concordancia» entre el mundo del pensamiento y el mundo de los entes para hacerse uno con la verdad, Einstein asevera: «Para el físico no existe el concepto mientras no se brinde la posibilidad de averiguar en un caso concreto si es verdadero o no»4. En efecto, el físico no podrá asegurar que su concepto (intellectus) es verdadero hasta que éste no quede confirmado –la confirmación constata la autenticidad concordante de la relación- por la experiencia (rei).

1Einstein, 2008.

2Heidegger, 2012.

3Ibíd.

4Einstein, loc.cit.

No, no, no…

El ventilador me dice que no, no, no… con su redonda cabeza enrejada cuyas aspas son lenguas monótonas incapaces de articular palabra alguna. Un gesto es suficiente para entender lo que ningún discurso con logos es capaz de expresar. Y la cerveza se calentó en mi mano mientras la espera enfrió mi esperanza. Este sudor es un obstinado recordatorio: no soy sino un animal que transpira. Pero no es éste suficiente castigo. Además está la memoria, ese incordio que trae a mi presencia lo que uno quiere olvidar. La memoria es capaz de destruir el futuro desde el pasado. El «conócete a ti mismo» sólo tiene sentido si quieres odiarte hasta lo intolerable. Quitarte de en medio es una posibilidad cuando tal odio coge cuerpo en tu conciencia. Pero no hay que hacer tanto caso a esos antiguos griegos enfermos de sabiduría lacónica.

Ahí está el ventilador con su repetitivo no, no, no… Me escuecen los ojos y me duele la sangre que me concede un momento más de dolor. Si al menos pudiera demostrar lo que digo… Pero no, no hay forma de saber cuánta verdad hay en una demostración por la sencilla razón de que cada uno de nosotros amamos incondicionalmente nuestras enquistadas verdades. Podría intentar hacer una demostración si yo fuese un sacerdote de la lógica, pero yo me deslindo de la dictadura con un espíritu suicida que se cree libre. No, no, no…, insiste el ventilador mientras yo me autoexploto intelectualmente hablando a través de un pensamiento convertido en un patológico tachar, un permanente repensar que me hunde en una melancolía cuyo fondo es un sin-fondo por el que caigo durante la vigilia y el sueño.

Desprecio a los antiguos griegos, pero también los amo, pues mi pensar tiene algo de ellos, esto es, mi pensar camina por los senderos que ellos abrieron. Digo que los desprecio porque mi pensar ha heredado un modo de ver que me ciega. Y no puedo salir de esta ceguera porque desconozco el modo de hacerlo. No, no, no…, niega el ventilador sin saber qué niega. Tan parecido soy yo a este armatoste con aspas.

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